Salir de las calles turísticas de La Habana Vieja es darse de bruces con otra realidad. Al margen del incalculable valor cultural de lugares como la Fortaleza de San Carlos de la Cabaña, el mundialmente famoso cabaret Tropicana o el Hotel Nacional, La Habana cobra un nuevo sentido. Barrios como el Vedado, Cerro, Santos Suárez, Regla y otros, cuentan la otra historia de La Habana, de Cuba entera.
Es la otra Cuba, un país mucho menos frecuentada por el turismo y desconocido en gran parte del mundo, una prisión donde las libertades individuales se reducen, como en la mayoría de países tercermundistas, al adagio de “cuanto tienes… cuanto vales”.
Allí no hay personajes de Hemingway, ni cubanas-postal fumando puros enormes para gusto y regocijo del turista avezado que pronto se da cuenta que ésa, precisamente, no es la foto de Cuba.
El retrato verídico puede empezar en cualquier otra parte, por ejemplo, la inmensa Plaza de la Revolución, un enorme espacio vacío donde dominan la monumental torre-museo a José Martí y las inmortalizadas imágenes del Ché Guevara y ahora también Camilo Cienfuegos. Todas las dictaduras tienen un lugar de peregrinaje obligado, un mausoleo que venerar, y en Cuba, éste muy bien podría ser el caso.
Hasta sabe Dios dónde.
“Fidel dice que hay que tener fe”, comenta Mauricio Ortíz. “Y la tenemos, pero sólo en los parientes de afuera” añade con la picaresca asomando en el rostro.
Mauricio es un buen hombre. Orgulloso padre de familia, en sus 50, es uno de los muchos taxistas sin licencia que gracias a la institucionalización del soborno sistémico y el mercado de divisas del sector turístico, se siente afortunado.
Con un carro soviético de la década de los 80 del siglo pasado, trabaja cobrando tanto en pesos antiguos como en divisas; dependiendo del cliente así la moneda. Toda una tarde de faena con turistas le puede redituar entre 15 y 20 CUCs (el sueldo de un mes) de promedio. Días así son los muy buenos.
El 31 de diciembre no faltarán en su casa los juguetes para sus tres hijos pequeños. Ni el puerco en la mesa. Sin pedir nada a nadie, trabajando cada día, excepto el domingo a poder ser. “Aquí hay que saber valerse por si mismo”, dice con autoridad.
No tener licencia le convierte en “ilegal”. Los hay por muchas partes. Pagan un soborno al inspector de la zona – “Unos chavitos para que puedan robar un almacén” – y éste, a su vez, paga al superior inmediato. Así hasta quién sabe dónde.
“Hay avisos de no aparecer tal día o tal semana por aquí; eso se paga”, comenta Mauricio con la parsimonia congénita en que ha derivado el estado anímico de la Revolución, “La gran mentira”, le oigo decir.
Ni a quien creer
Mauricio no tiene mucha educación, y él lo reconoce, pero tiene el suficiente recorrido como para darse cuenta que en las calles de la Habana circula todo menos los ideales que alguna vez fueron parte de la llamada Revolución.
Adentrarse al pueblo habanero es llegar al cubano llano y al sofisticado. El hartazgo se siente por igual. La escasez de medicinas, ropa, alimentos, cosas mínimas que cualquiera daría por asumido (compresas o tampones) es la norma para millones de cubanos.
La precariedad de las viviendas es sólo la visualización del estrepitoso fracaso, abandono, acritud e ignorancia de un gobierno en materia de política urbanística.
Un claro contraste con la longeva historia de una ciudad que históricamente, y bajo circunstancias muy diversas, siempre logró progresar. Es otro llamativo y obsceno ejemplo de un sistema centralizado en el que casi nada funciona, excepción hecha para los bien situados esbirros del sistema.
Los principales activos de la economía cubana casi se cuentan con los dedos de una mano: el turismo, la caña de azúcar, el ron, el tabaco, las explotaciones de níquel y cobalto y la exportación de médicos y demás personal a Venezuela principalmente.
Las empresas las dirigen miembros del Partido y personas de confianza, gente que vive bien con muchos privilegios, aunque supongo que dada la avanzada edad de los hermanos Castro, estarán con la mosca detrás de la oreja. En Cuba no son extrañas las destituciones fulminantes y las brutales degradaciones de personas de altísimo nivel en la jerarquía, por ejemplo Felipe Pérez Roque, Carlos Lage y otros. Nadie se fía de nadie.
Este es el caldo de cultivo desde el que emana el brote de la corrupción sistémica que como una plaga corre por las cañerías de la economía cubana. A fuer de acontecimientos propios y ajenos (la precariedad del régimen tras la quiebra de la URSS y el embargo estadounidense) en Cuba ha germinado un soborno piramidal que recorre la espina dorsal de la sociedad. El soborno jerarquizado es la gasolina que mueve en el día a día gran parte del país.
Búscate la vida
Para hacerlo simple, de Cuba se puede decir que es un país con dos monedas: el CUC “chavito” – técnicamente peso convertible o divisa – y la moneda nacional, (el peso antiguo). El CUC vale un dólar estadounidense (exactamente $1.08) y 24 pesos nacionales hacen un CUC (chavito).
El Estado paga un sueldo de unos 400 pesos nacionales al mes (algo menos de 20 dólares) a todos por igual (médicos o barrenderos); promete (que no cumple) tratamientos de cuidado de la salud y añade la Libreta de Racionamiento. ¡Y búscate la vida!
El hermetismo y control del Partido Comunista, hace que las pocas cosas que no están prohibidas – ruedas o medicinas en hospitales para extranjeros, por ejemplo – solamente se obtengan pagando en CUCs, algo que no está al alcance de todos. Hay ganadores y perdedores, la mayoría son perdedores.
No hay incentivos para trabajar. Ingenieros o profesoras, da igual, el sueldo no soluciona gran cosa. Todo es del Estado, de modo que para obtener algo “propio” no queda más alternativa que conseguirlo “por la izquierda”.
La Libreta de Racionamiento, símbolo de la planificación central, no cubre las necesidades más básicas de la población. Huevos, unas pocas libras de arroz, leche en polvo, algo de pollo, jabón y poca cosa más. Cada vez más mísera y raquítica.
Hace tiempo que de boca en boca se especula con una eminente desaparición de La Libreta. Esta vez los rumores parecen ser muy insistentes y salta a la vista la angustia entre aquellos que sólo pueden llevar un poco de pan y algo de arroz a la mesa. Como llovida del cielo, llega la noticia de que alguien, trabajando en una imprenta, sabía de impresiones recientes de Libretas con la fecha de 2010… “Un respiro”, escuché decir a alguien echando un trago en aquel encantador bar de mala muerte.
La sabiduría popular lo tiene asumido. Los recortes, junto a las alusiones de Raúl a un mayor apretón del cinturón, suponen otra reducción de la ya de por si muy exigua Libreta. Desde el llamado Periodo Especial (después de la caída del Telón de Acero en la década de los 90 y hasta la alianza con Chávez) los recortes han sido continuos hasta llegar a la ruinosa situación actual.
En cuanto la moribunda Libreta escriba su epitafio, quedará señalado en toda su crudeza, el reventón del fraude piramidal después de medio siglo de discursos. En ese día, pocas cosas quedarán ya del espíritu de la Revolución cubana. La pirámide del soborno no da para mucho más.
En Viñales
Que se lo pregunten a Gumersinda Gaviria (nombre ficticio), una mujer cuyo rostro no refleja con justicia su edad. Con menos de 30 años, tiene una vasta prole de chiquillos su alrededor.
Su marido ausente, está a lo que sale. La langosta en la costa no muy lejos de una de las cabañas de una aldea cercana a la Cueva del Indio en Viñales, en la provincia de Pinar del Río, es lo que ese día le tiene ocupado.
Gumersinda se afana en el paladar familiar, uno más de la docena de paladares que hay en una aldea donde llegan los turistas dejándose guiar por el taxista (con o sin licencia, da igual). Excelentes guisos caseros y jugos de frutas sin rival.
Rodeado de gallinas, puercos, perros, algún gato, vacas y caballos, discurre el almuerzo en la desvencijada terraza de la vieja cabaña con vistas a una amplia y hermosa plantación de tabaco al pie de las montañas cubiertas de vegetación.
“Ahora, la policía es el problema”, lamenta Gumersinda. “Con el capitán anterior no había problema, se le mojaba con 20 chavitos”.
“El Cambio”
Las décadas de tranquilidad a base del soborno habitual parecen llegar a su fin. Ahora el nuevo capitán dice que “Esto se tiene que acabar”.
Al tiempo que faena con cazuelas y pollos a medio pelar, una tía de Gumersinda señala que el problema es un nuevo hotel no muy lejos de la aldea. Con piscina, miradores y balcones con magníficas vistas al Valle de Viñales, la ubicación del hotel es de ensueño. La vista recorre las montañas caprichosamente onduladas, la exuberancia de la vegetación y el color rojizo de la tierra. Una tierra fértil y dada por naturaleza, por la labor de guajiros y cautivos cumpliendo condena, a la mejor planta de tabaco en el mundo a decir de muchos entendidos.
El nuevo hotel es destino señalado para el turismo de paquete que a diario desembarca en autobuses procedentes de otros hoteles y agencias de viajes de La Habana o cualquiera de los centros turísticos de Varadero y los Cayos. La crisis ha menguado los ingresos del nuevo hotel, y la competencia de los paladares como el de Gumersinda es algo que “Se tiene que acabar”, recuerda la mujer decir al nuevo capitán.
Si se acaba o no, pronto se verá. Si se acaban los almuerzos en el paladar, Gumersinda y su familia perderán los pocos CUCs obtenidos por la izquierda, tan necesarios para seguir sobreviviendo. Lo mismo sucedería a miles, quizás cientos de miles de familias cubanas.
De regreso al hotel aquel día, me comentan que Pinar del Río es una de las provincias con mayor índice de pobreza del país. No dejo de pensar en los niños descalzos caminando por la pista sin asfaltar, alegres de acompañar a un forastero hasta el sitio oculto donde espera impasible aquel monumento de taxi que hasta aquí me ha traído, un modelo gringo del año 57, una reliquia.
En ruta, el ruido del motor del coche se disipa al pasar por Tarará, Cojímar y Playas del Este, lugares muy cerca de La Habana. Entre instancias militares, una villa olímpica, un hospital internacional, hoteles, vistosos chalets a pie de playa, se acierta a escuchar el crujido de las cañerías de la economía cubana. O eso parece.
`Po´la izquielda´
Una salida bien anunciada en la autopista lleva a lugares donde la humildad se ve en los rostros de la gente. Es el caso de Venancio González, en Cojímar, para quien la economía `por la izquierda´ sigue el ritmo habitual.
Venancio, un pescador que sin licencia vende las capturas que con gran diligencia y buenas artes, “usurpa” al mar, tiene la suerte de vivir donde vive. La costa en Cojímar es un pleno derroche de luces y vistas sin horizonte allí donde el océano se confunde con el cielo de forma natural.
Aquí es fácil entender otra perspectiva de Ernest Hemingway, distinta a la habanera de los mojitos y daiquiris. Allí, sentado a la mesa de la mejor esquina de un restaurante con vistas privilegiadas (la mesa todavía hoy se acordona a modo de ritual y gancho turístico), dicen que surgió la inspiración para escribir “The Old Man and The Sea” (El viejo y el mar), un libro sobre el que, creo recordar, Gabo dijo que sintió “mareos al leer”.
El «viejo» era Gregorio Fuentes, un pescador local con quien Hemingway se hacía a menudo a la mar.
Han cambiado los tiempos, no tanto así las costumbres entre Gregorio Fuentes y Venancio González. En uno de los atardeceres más hermosos que recuerdo, en el gallinero adyacente a las tres habitaciones que forman su hogar, Venancio y unos clientes hablan de los nubarrones que se avecinan.
“¿Qué tú quieres? Es tiempo yá”, se le oye sentenciar a Venancio, un hombre de edad por determinar, piel curtida, camiseta de tirantes, cigarrillo en la boca.
A golpe certero de machete sigue la conversación mientras los CUCs cambian de mano y once libras de un enorme y de aspecto sabroso Emperador cogido la noche anterior, cambian de titular.
Un puñado de pesos, no muchos. “Po´laizquielda”.
Son muchos los años funcionando igual y muchos también los vecinos pescadores, músicos, camareros, bailarines, guías, trabajando en paladares, etc. que lo mismo que Venancio, no se si por instinto natural o a fuerza de la constumbre, “mojan” a las autoridades pertinentes, para seguir echando candela al motor de la economía cubana sumergida, hasta que revienten las cañerías del sistema y no haya plomero que las pueda arreglar.
Esta es una de las paradojas más flagrantes de Cuba. El objetivo inicial de Fidel era acabar con el imperialismo yanqui, pero ahora ir “por la izquierda” representa la única tabla de salvación para el cubano de a pie. El peso nacional – antídoto anticapitalista – se desprecia y solamente el chavito (equiparable al dólar estadounidense) sirve para algo.
Candil de la Calle
Magaly Álvarez es prueba viviente de ello, y su caso ejemplifica uno de los mayores mitos cubanos: la excelencia de la medicina.
Magaly Álvarez es una mujer tan buena como sufrida. Lo avanzado de su edad no ha borrado ni un ápice de la memoria de un privilegio ganado a pulso años atrás. Magaly pudo viajar unos a un país del hemisferio sur del continente americano.
Del certamen profesional en el que concursaba ganó algo más que una mención honorífica. Tuvo la inolvidable y gratificante sensación de caminar sin rumbo fijo sin que nadie tuviese un par de ojos clavados en su espalda. “Caminé por un parque sin que nadie se fijase en mi, fue maravilloso, una sensación de libertad…”. Eso, dice, “no me lo quita nadie”.
Su genio natural no es suficiente sin embargo, para conseguir la atención médica necesaria para corregir un defecto en las piernas que acarrea desde el momento en que sus ojos se abrieron al mundo. Desde hace varios lustros vive a la espera de una operación que nunca llega. El problema es que no dispone de chavitos para regalarle al médico una televisión de pantalla plana o una computadora.
“Ves cómo llegan expedientes de otros pacientes acompañados por el soborno de turno y tu archivo no se mueve nunca del fondo del montón» [de expedientes], dice con un gesto mezcla de acritud y reproche.
Las medicinas – muchas simples calmantes sin necesidad de prescripción médica – las obtiene gracias al envío que le hace algún pariente del exterior, o de los turistas: Ibuprofeno, paracetamol, aspirinas, analgésicos o anestesia, “Esas cosas que los turistas siempre traen a Cuba”, dice sin entusiasmo.
“¿De qué sirven los médicos en este país?”, se cuestiona Magaly con la mirada perdida en el vacío. Buena pregunta. La respuesta breve la ofreció un día Mauricio, el taxista: “Los buenos médicos están fuera”.
Fidel ha enviado más de 30 mil médicos, enfermeras, asesores deportivos y otros funcionarios a Venezuela. Hugo Chávez paga unos 3 mil millones de dólares anuales por los servicios prestados. En el caso de los médicos, el Estado cubano recibe unos 3 mil dólares mensuales por cada uno.
En opinión de uno de los dos escritores expatriados, lo realmente escandaloso es que los médicos perciben, además de un estipendio para sus gastos en Venezuela, unos 120 CUCs al mes que se depositan en una cuenta bancaria en Cuba. El dinero sólo se puede tocar una vez concluido el periplo de “Misión Internacionalista”, como reza el eufemismo.
“Los médicos viajan solos, sin sus familias que se quedan en la isla para garantizar el regreso de los galenos”, agrega el escrito en el exilio.
Así funciona Cuba.
Mañana: Tercera parte: «Los que sí y los que no».
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