La identificación del nieto número 133, en Argentina, es una noticia impactante. Especialmente porque la recuperación de cada nieto y nieta, simbólicamente representa el fracaso del genocidio.
Esta vez se trata del hijo de Cristina Navajas y Julio Santucho, militantes del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT).
La construcción de un proyecto de amor que continúa
Cristina era maestra y estudiaba sociología en la Universidad Católica cuando conoció a Julio, hermano de Mario Roberto Santucho, líder legendario del PRT y del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP).
Julio era seminarista, pero cuando conoció a Cristina, iniciaron un proyecto conjunto basado en el amor que dio, en principio, dos hijos: Miguel y Camilo.
El 13 de julio de 1976, mientras Julio estaba fuera del país, y frente a sus dos hijitos, Cristina fue secuestrada por un grupo de tareas del Ejército Argentino. Deambuló por distintos campos de concentración, y el último donde se la vio con vida es conocido como el Pozo de Bánfield, una localidad del sur del Gran Buenos Aires.
Pero tuvo una actitud valiente y fundamental para esta historia.
Dicen que ella se plantó frente a sus secuestradores y gritó: “Soy Cristina Navajas, militante del PRT y estoy embarazada”.
Quizá eso haya sido determinante, porque no era evidente su estado. Ella solamente sospechaba, por un retraso en su menstruación. Con esa actitud, creo que Cristina le salvó la vida al hijo que llevaba en sus entrañas.
Pero, ¿por qué digo esto?
Vamos por partes. Una característica del genocidio es el intento de hacer desaparecer a un grupo humano, ya sean los judíos, los armenios, los africanos, los pueblos originarios, los gitanos, los izquierdistas, y la lista podría seguir. Estrictamente, en la Convención para la Sanción y Prevención del Genocidio de 1948, las Naciones Unidas lo definen como “el intento de exterminar un grupo humano por motivos étnicos, raciales, nacionales o religiosos”.
En ese momento se dejaron de lado los motivos políticos, aunque hoy no hay dudas sobre las motivaciones políticas de muchos genocidios. Entre ellos el que se cometió en Argentina en los años ’70.
Entre las acciones que determina esa convención como partes de un proceso genocida, están las matanzas de miembros del grupo; atentado grave contra la integridad física o mental de los miembros del grupo; sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física total o parcial; medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo; y el traslado forzoso de niños del grupo a otro grupo.
Esta última acción es una de las que caracterizó al genocidio argentino.
El traslado forzoso de niños del grupo a otro grupo
Si el genocidio tiene por finalidad exterminar un grupo humano, obviamente no se limita al exterminio físico. Necesariamente tiene que direccionarse también a otros dos objetivos: la memoria y el futuro.
La memoria es la historia, la cultura, la idiosincrasia de ese grupo, y así se entiende el genocidio cultural o “genocidio blanco”, que abarca a veces la prohibición de idioma, la destrucción de templos o lugares sagrados, el cambio de nombres a pueblos y ciudades, etc.
En cuanto al futuro, fundamentalmente el genocidio se encarga de las siguientes generaciones, se ensaña con las infancias, no puede permitir que prospere la semilla de quienes se intenta aniquilar.
Los modus operandi en los genocidios
Por otro lado, en cada fenómeno social hay características propias, y en los fenómenos genocidas también. Por ejemplo, los turcos otomanos les abrían la panza con puñal a las embarazadas armenias, porque decían que no merecían ni una bala. En el caso de la Shoá, los nazis mandaban tanto embarazadas como niños a las cámaras de gas, aunque en algunos casos se ensañaban usándolos para experimentos. En Auschwitz, Joseph Mengele experimentaba con niños recién nacidos. Dejaba bebés en agua helada para calcular el tiempo de congelamiento, o al lado de su madre con los pezones cosidos para ver cuánto duraban antes de morir de hambre. Los pied noirs y los paracaidistas franceses también se esmeraron en exterminar niños argelinos. Y en Bosnia, los croatas, herederos del régimen ustacha, en los ‘90 usaron una variante: en vez de matar a los niños bosnios, sembraban niños croatas en vientres bosnios. Es decir, la violación sistemática como arma de guerra, no sólo para sufrimiento y humillación de las víctimas, sino para lo que vendría después.
En el caso argentino llama la atención que no haya habido exterminio masivo de embarazadas. Y según una versión que me llegó hace un tiempo desde adentro de la Iglesia, sería por motivos religiosos. La complicidad de la jerarquía de la Iglesia Católica hace que se caratule a la dictadura como cívico-militar-eclesiástica.
Claro que también hubo sacerdotes, monjas y laicos víctimas, ahí están el obispo Enrique Angelelli, las monjas francesas, los curas palotinos y tantos más. Pero el episcopado en general calló y avaló. Una arista no lo suficientemente investigada es la posibilidad de que los obispos hayan aconsejado también en estos temas a los comandantes de la junta militar. Recordemos que uno de los argumentos para justificar el genocidio fue siempre “defender nuestra identidad occidental y cristiana”, frente al marxismo internacional.
La religión, el falso cristianismo, estaba muy presente en los Videla y en los Menéndez, hombres de misa y eucaristía. Por eso mismo, escuchaban a los obispos. Y algunos de ellos les habrían advertido que, si mataban a una embarazada, habrían estado incurriendo en aborto, considerado pecado gravísimo y motivo de excomunión. Conclusión, les habrían aconsejado: “Dejen que se produzca el parto y luego hagan lo que quieran con las terroristas”.
Pero después del parto, y con la sentencia de muerte para la madre, ¿qué hacer con ese bebé?
Apropiación, robo de identidad
Como dice la Convención de las Naciones Unidas: “traslado forzoso de niños del grupo a otro grupo”. Para que no haya continuidad en lo que los genocidas llamaban “una parte infectada del cuerpo de la Nación”. Pero resulta que esas partes infectadas (de amor, militancia, sueños, proyectos nacionales y populares, solidaridad), vuelven, una y otra vez.
De golpe, sucede la maravilla, y Abuelas anuncia la recuperación del nieto 133.
Y entonces resuena el poema de Miguel Hernández, y la canción de Joan Manuel Serrat: “Retoñarán aladas de savia sin otoño / Reliquias de mi cuerpo que pierdo en cada herida / Porque soy como el árbol talado que retoño / Aún tengo la vida”.
Es Cristina Navajas la que canta, junto a tantas y tantos de nosotros.
O como escribió Hamlet Lima Quintana y cantó la Negra Mercedes Sosa en Zamba para no morir: “Veo el campo, el fruto, la miel / Y estas ganas de amar / No me puede el olvido vencer / Hoy, como ayer, siempre llegar / En el hijo se puede volver / Nuevo”.
La que canta es Cristina Navajas, que salvó la vida de su bebé con aquel grito frente a sus verdugos: “Soy Cristina Navajas, militante del PRT, y estoy embarazada”.
Hoy, ese bebé es un hombre de 47 años
En el 2018 se acercó a Abuelas, porque venía dudando desde hacía tiempo de las mentiras de su apropiador.
Su abuela Nélida Navajas lo había buscado desde el primer día en que desapareció su hija, quien había dejado una carta en la que contaba de su retraso y de que creía que podía estar embarazada. Nélida fue fundadora de Abuelas y llegó a ser la secretaria de organización del prestigioso organismo de derechos humanos que ha sido tres veces propuesto para el Premio Nóbel de La Paz. Pero falleció en el 2012 y no pudo ver lo que vimos esta semana, la recuperación de su nieto. El nieto 133, de todos y todas.
En la conferencia de prensa en la que se anunció la buena noticia, sí pudieron estar Julio y Miguel, padre y hermano del nieto recuperado, cuyo nombre todavía no trascendió y que es una de las casi 20 víctimas que tiene en su seno la familia Santucho.
A Miguel le dicen “el Tano” y trabaja en Abuelas. Emocionado frente a los micrófonos, dijo: “Es uno de los momentos más luminosos de nuestra vida, lo esperé tanto que me cuesta creerlo. Mi primer pensamiento fue y va a ser para mi mamá y mi abuela, que siguen viviendo en mí”.
Esa frase resume, ni más ni menos, el fracaso del genocidio como ingeniería social.
Y el triunfo de la vida.