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La reina de la hipérbole: Peñarol o Nacional

La reina de la hipérbole: peñarol o nacional

En mi casa paterna los sábados se escuchaba fútbol. Desde una radio antigua, cuya caja de madera tenía el olor de las cosas viejas con las iniciales G.E. doradas y conexión eléctrica, los comentaristas relataban con esa clásica pasión que denuncia llevar sangre italiana o española en las venas  los movimientos desde una cancha donde 22 hombres exaltaban la presión arterial de mi familia al ir tras una pelota de cuero bastante más primitiva que una jabulani.

Yo no era ajena al griterío, a las discusiones, a las risas y a los llantos que desbordaban el patio de baldosas con aljibe en el medio. Tampoco a la pregunta: «y vos, chiquita, ¿de qué cuadro sos hincha?» Y entonces, temiendo a un domingo sin matinée o a la disminución de chocolatines Águila respondía de acuerdo a la camiseta del curioso en turno.

La respuesta era fácil: Peñarol o Nacional.

Penarol 2008

En la casa nadie leía libros. Pero las revistas del Peñarol Fútbol Club rondaban el comedor, el baño, la cocina, el corredor, el cuarto de mis viejos. Imágenes de Pablo Forlán o de Morena eran tan familiares como el retrato de mi bisabuelo, moro que escapó desde Andalucía como polizón en un barco hacia el Río de la Plata.

Por otro lado, los figurines con la camiseta blanca, de corazón azul y rojo, llegaban cada mes hasta el zaguán: «Nacional Fútbol Club es el cuadro nacional, chiquita. A Peñarol lo fundaron los malditos ingleses. Vos tenés que ser ‘bolso’ como el tío Luis, no me vengás con pelotudeces de andar hinchando por los ‘manyas’».

Los domingos a la tarde eran de fiesta. Era el día de seguir a los equipos locales, los del pueblo.

La reunión familiar alrededor del viejo armatoste de radio con lámparas se permutaba por la ida a la cancha de turno. Los colores de las camisetas cambiaban, los equipos también. Negro y blanco: Río Negro. Rojo y blanco: River Fútbol Club. Verde y blanco: Universal y así desfilábamos entre las canchas de Tito Borjas y la de Central, la del Barrio Colón y la del Barrio Industrial.

Los terrenos de juego eran pequeños y se parecían más a un potrero que a una de esas fantásticas canchas de soccer que suelo ver ahora en el primer mundo. Las canchas más adineradas estaban cercadas por muros de cemento o ladrillos y tenían una puerta central con boletería y todo. Las más pobres apenas tenían algún alambrado de púa y bancos de madera.

Yo tenía la suerte que la mayoría de los domingos me dejaban en la puerta del cine. Las matinées era mi devoción. El santuario donde expiar mi culpa por no ser fiel seguidora ni de Peñarol ni de Nacional, ni de querer llevar puesta ninguna camiseta.

Desde la una de la tarde hasta las ocho de la noche mi mamá me depositaba allí junto con una bolsa de galletitas Marías, maníes con chocolate y un par de coca colas en botella de vidrio.

Entonces yo era feliz. Muy feliz. Juro por todos los santos: a mí el fútbol no me gustaba en lo más mínimo. Me parecía una estupidez eso de andar corriendo tras una pelota gastando la energía que podía utilizarse mejor en ver películas o leer libros.

Tanto en las películas como en los libros yo podía viajar. ¿Pero en el fútbol?

Escuchar voces masculinas roncas desde una radio de madera vieja desbocando a mi familia en más de una reyerta por 22 tipos que vestían diferente camiseta peleando una pelota de cuero me parecía un poco absurdo y sin sentido.

Claro que en ese entonces yo no tenía voz ni voto. Así que para seguir disfrutando de mi matineé seguía cambiando de equipo en mi afición futbolera cada vez que se jugaba un clásico en la capital. La cuestión era seguir la corriente de mis mayores para lograr mi cometido: ir al cine el domingo y comer chocolate cuantas veces se me antojara.

El problema era cuando algún miembro de la familia jugaba en el equipo de turno. Ahí mis domingos se veían desviados hacia la cancha. Nada podía salvarme. Y no sé si por resignación o si por costumbre, pero convertirme en parte de la hinchada familiar que solamente se unía cuando el tío Buby o el tío Lalo eran parte de los estúpidos que corrían tras la pelota de cuero cosida a mano, me gustaba.

Me hacía sentir parte de algo grande.

Me devolvía el placer de tener un clan, un grupo, un miembro de sangre o de apellido que luchaba por un color, una camiseta o un nombre que al final nos representaba. Porque después de todo el que jugaba era de la familia o vecino del barrio. Éramos alguien. Éramos reconocidos, ganáramos o perdiéramos. Los demás hablaban de nosotros. Y nosotros dábamos todo por lo nuestro, fuese desde el campo de juego o desde la tribuna.

Enfrente, en el lado contiguo de la cancha, la familia de mis amigos era parte de la otra hinchada. La hinchada del rival, del enemigo. Eran los del otro bando. Y  ahí el apellido o el barrio valían más que cualquier película de María Félix o de Pedro Infante en la matineé. Nosotros éramos unos y ellos eran los otros. Nosotros éramos nuestros y ellos eran ajenos.

El ritual de esos momentos comenzaba desde el día jueves cuando mi mamá y mi hermana mayor lavaban a mano las once camisetas del equipo. Nuestro equipo se llamaba «Tornado». Nunca supe por qué mi tío Luis que era el director técnico del cuadro eligió ese nombre.

Sólo conocí un tornado en el año 1970 cuando Fray Marcos, un pueblito en medio de la nada, fue arrasado por uno de ellos. Nunca vi uno. Nunca escuché que nuestro pueblo tuviera anuncio de uno pero sí supe que mi familia trabajó arduo y jugó muchos partidos a beneficio de los niños sin casa, sin ropa o sin comida de ese pueblito al cual nunca llegué a conocer más que en las conversaciones de los grandes y los libros de geografía.

Luego de que las camisetas (recuerdo eran de color amarillo y tenían bordada una T en grande en el lado izquierdo a la altura del pecho) estaban limpias, mi hermana las repartía a los jugadores, todos miembros y amigos de la familia, todos del mismo barrio. También las rodilleras y los guantes para el golero.

Este era un ritual en el cual solía ser la acompañante o guardián de mi hermana. Tenía 20 años y por su rigurosa educación en un colegio de monjas me atrevería a decir que aún era virgen pero andaba haciendo su amateur de noviazgo con un integrante de «Tornado». El número 10. Todas querían con el número 10. Pero él le hacía la corte a mi hermana.

Y para poder acceder y enamorar al número 10, mi hermana se convirtió en la lavandera y planchadora oficial del equipo. Como nota debo agregar que la muy tonta terminó casándose con el galán, que por cierto nunca llegó a jugar en un equipo profesional de la capital como le había prometido al enamorarla.

Tuvo tres hijos varones y se convirtió en la lavandera, planchadora, cocinera, limpiadora y esclava de otro equipo pero éste no de jugadores sino de una hinchada familiar que ya no se reunía alrededor de una radio de madera con olor a viejo sino de un televisor a color cuyo control remoto denotaba el advenimiento de la modernidad al barrio.

Autor

  • Victoria Garcia

    Victoria García. Nació en San José, Uruguay. Ha sido reportera, colaboradora en radio, bloggera y periodista independiente. Ha publicado en diferentes revistas y periódicos en Uruguay, Chile, México y Estados Unidos. Emigrante desde el año 1999 trabajó activamente en la comunidad mexicana de Monterrey como educadora hasta el año 2002. Actualmente reside en Los Ángeles desempeñandose como escritora independiente en español. Es parte del grupo literario “Catarsis” y colabora en diversos espacios electrónicos

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