Hay mañanas en las que amanezco pensando en Chale Rochín y su manera de leer el periódico al aire en el noticiero radiofónico de mi natal Magdalena de Kino, Sonora. Cierro los ojos y puedo escuchar esa voz argentina repasar las notas más importantes del día; recuerdo las pausas que hacía para mojarse los dedos y pasar página. Lo oíamos sorber su café y adivinábamos su muecas cuando hablaba de política y elecciones. Él fue, sin que él o yo lo supiéramos, mi primer maestro de periodismo.
Era paciente y pausado; leía el periódico completo sin saltarse un renglón y se divertía hasta con los Clasificados. Pocas veces dejaba que la emoción se le desbordara por el micrófono y cuando lo rebasaba, reaccionaba con una mesura envidiable. Lo recuerdo con los lentes a media nariz y el cabello alborotado. Yo lo veía con ojos de admiración empañados de cariño. Sé que fui algo más que una alumna para él, me convertí en parte de su familia y me heredó lo más lindo que podría dejarme: una pasión encausada y unas hermanas a las que amo como si lleváramos la misma sangre.
Aún conservo el mensaje que me envió el día que vio mi firma en la portada del periódico en español más importante de Arizona: Prensa Hispana. Lo leí por casualidad esta semana cuando limpiaba mis mensajes en Facebook. Me hizo sentir todo. El orgullo se le colaba entre enunciados.
Hoy pienso en lo mucho que ha pasado desde ese 2009 y quisiera pensar que estaría fascinado con el camino que hoy recorro. Después pienso en otro hombre que, como él, me ayudó a descubrir mi periodismo: Don Manny.
El dueño de Prensa Hispana me abrió las puertas el mundo del periodismo comunitario que no conocía y no entendí hasta mucho después. Don Manny me desafiaba sin saberlo y quizá ni notarlo. Hoy le agradezco por cada vez que me obligó a replantearme las historias y la audiencia; los días en los que yo sentí que perdía el tiempo entre una junta y otra, cuando en realidad estaba sembrando relaciones humanas.
Don Manny era una persona contradictoria: siempre rodeado de gente, pero vivía en soledad; odiaba el café y el internet y amaba la música y los corridos. Era de esos que olía el periódico cuando salía de la imprenta antes de repartirlos y lo hojeaba rápidamente. Poco leía. Confiaba en mí y mi criterio editorial; por unos años, no necesitó más.
Me gustaría pensar que estaría orgulloso de la “señorita Marisa” a la que le enseñó en dónde estaba el Capitolio Estatal o cuáles eran los grupos de moda en el Gran Mercado. Me encantaría que viera lo que hemos logrado con su ejemplo. Sé que me llevaría al Comedor Guadalajara a celebrar mi graduación y me compraría un pastel de dibujos animados, porque por más exitosa que fuera, siempre me vio como una niña. Él también me heredó algo muy preciado: una casa editorial que siento mía.
Me consuela saber que sigo honrando sus memorias con cada programa de radio o cada columna publicada, con el aniversario de su legado en Prensa Arizona, con el podcast que estoy cocinando y con la maravilla de saber que hemos llegado lejos juntos.