El romanticismo de la precariedad laboral
Hola, soy Maritza, tomo mucho café, duermo muy poco y soy una adicta al trabajo. No es ninguna novedad para nadie. Los días en mi calendario están siempre saturados y las noches las uso para crear. Los fines de semana tampoco se escapan. Las ideas se amotinan en mi cabeza como descargas eléctricas en temporada de huracanes. No lo puedo ni lo quiero evitar. Vivo mis sueños a plenitud, sin horario ni culpa.
Hubo una época que no fue así. Mi pasión por el periodismo me esclavizó. Trabajaba 16 horas al día sin descanso. En noticias, me decían, uno tiene que estar disponible todo el tiempo: los días libres, los fines de semana, en las noches que no te toca guardia y en las mañanas incluso antes de abrir el ojo.
Por la profesión, insistían, uno debe cancelar reuniones familiares y noches de juega con los amigos, los festivales escolares y las citas con el médico: las noticias de última hora (por ridículas y sin importancia que fueran) uno tiene que darlo todo. Tampoco podías chistar si te cambiaban o extendían el horario a su conveniencia y no a tu necesidad. Si no, alguien más joven, bonito y barato estaba haciendo fila para quitarte el puesto. Es decir, entrar a una redacción de ensueño se convertía en pesadilla; algo parecido a vender el alma a cambio de un sueldo casi siempre de miseria. Luego, te matan.
El periodismo no es el único mercenario. Pasa lo mismo en todos lados y en tantas profesiones. Y, como sociedad, hemos normalizado ese delirio de persecución que va acompañado casi siempre de una justificación de la precariedad laboral. En la escuela, incluso las universidades de prestigio te enseñan a ser agradecido con las oportunidades laborales al grado de la sumisión. En esos modelos te enseñan que emprender es para unos cuantos y uno debería conformarse con trabajar siempre para alguien a cambio de una estabilidad que nos seca las ilusiones y apenas nos llena los bolsillos, pero es siempre segura mientras mantengamos la cabeza abajo.
Solo al romperlo todo, te das cuenta de que no vale la pena.
Hace poco más de tres años me convertí en freelance a la fuerza, en medio de una incertidumbre migratoria y económica, con una necesidad castrante de seguro médico. Muy pocos saben cuánto lloré y los desvelos que me costó abrir los ojos y las alas. Fue uno de los momentos más dolorosos de mi vida, tanto que aún no hablo mucho de ello. Pero con el tiempo descubrí que cuando yo pensé que el mundo se me caía encima, en realidad se estaba poniendo en su lugar.
Hoy estoy formando un equipo de trabajo en el que nunca se me quiten las ganas de crear, con gente feliz y motivada, que sonríe porque sí y se emociona al imaginar las posibilidades, gente que se siente bien con su presente y a la que se le hace agua la boca con el futuro, como a mí. Humanos con libertad de ser, vivir, soñar, enfermarse, descansar, soñar, equivocarse y hacer camino. Aprendí de los otros lo que nunca quiero ser y hacer sentir. Los medios tradicionales fueron una buena escuela de lo que jamás volveré a permitir.
Quisiera con estas letras obligarnos a platicar y soltar; a condenar los abusos; a quitarles el poder a esos jefes que se sienten líderes de manual, a exponer lo que no esta bien; a pedir siempre más; a sacudirnos ese conformismo que nos inculcaron desde chiquitos y dejar de pensar que una vida digna y balanceada es un privilegio y la entendamos como un derecho. Ser feliz no debería ser un lujo. Amar una profesión, cualquiera que sea, no debería ser usada en nuestra contra. Vivir no debería costarnos tanto. ¿Nos tomamos un café? Aquí estoy.