La Policía de Phoenix detuvo a Luis* en mayo de 2008. Parecía ser una parada de tránsito de esas que ameritan una advertencia, quizá una multa, pero todo se complicó. Luis, quien vive desde hace más de 20 años en Arizona, habla inglés perfecto y sin acento. Saludó con naturalidad a los oficiales, quienes al escucharlo decidieron seguir revisando la camioneta y tardaron a voltear a verlo. Cuando alzaron la vista se dieron cuenta de que Luis es moreno, muy moreno.
De inmediato le pidieron la licencia, pero la de Luis era de México y tenía más de 15 años vencida. Nunca sacó un permiso o identificación en Estados Unidos, ni siquiera cuando era fácil hacerlo, porque quería seguir debajo del radar en espera de una reforma migratoria. Su camioneta estaba a nombre de un tal “Jhonny”, el mismo que aparecía con su foto en la tarjeta de seguro social “chueco” que traía en la cartera. No hizo falta decir más. A las pocas horas fue trasladado a un centro migratorio con una orden de deportación por cumplir. Duró casi tres meses encerrado. Salió, dice él, por un milagro.
Luis se rehusó a firmar la salida voluntaria. Peleó su caso dentro y fuera de detención. Un abogado logró demostrar el daño irreversible que provocaría la repatriación en la familia y le dieron un permiso temporal de trabajo. El golpe emocional y económico fue devastador, pero se consolaba al saber que no fue expulsado del país y que, al final, esa detención le había solucionado la vida y lo había sacado de las sombras.
El constructor no tiene antecedentes penales y se cuida de no inmiscuirse en situaciones peligrosas o que puedan comprometer su buena conducta. Paga impuestos, ahora con su nombre y su seguro, y se siente – a pesar de su estado migratorio confuso- como un ciudadano ejemplar. Pero no tiene los mismos derechos.
Por su buena conducta, la puntualidad y la situación familiar, el juez de inmigración que llevaba su caso decidió darle carpetazo justo antes de que Donald Trump se convirtiera presidente; le dijo que de esa manera solo era cuestión de tiempo para que sus hijos pudieran pedirlo y regularizar su estado. Mientras, cada año tendría que renovar su autorización de empleo e identificaciones y evitar meterse en problemas.
Pero con la llegada de Trump, Luis se convirtió en un caso de alta prioridad de deportación. Todos los migrantes que estaban en el sistema en la misma situación también recibieron un blanco en la espalda. Las autoridades federales retomaron las redades y las visitas a domicilio. Luis solo recibió cartas. Regresaron las citas con los agentes de inmigración y el miedo de ser expulsado del país por cualquier razón. Acudió con miedo a cada entrevista y, antes de presentarse en las oficinas de ICE, dejaba órdenes en casa de qué hacer en caso de que no volviera. Fueron cuatro años de vivir, una vez más, como dicen en Sonora, parado de pestañas.
Pero esta semana Luis sintió alivio. Este lunes entraron en vigor las nuevas prioridades de deportación en las que no clasifica. Luis asegura que no representanta una amenaza para la seguridad nacional, pública o fronteriza.
Justo a tiempo, su hijo mayor, quien es ciudadano naturalizado de Estados Unidos, cumplirá 21 años en octubre y el abogado les dijo que ya pueden empezar la petición migratoria familiar. Hoy puede respirar más tranquilo. Una vez más, las autoridades deberían destinar los recursos en sacar a los criminales y no perseguir a todos los indocumentados solo por estar parados en este país.
*El nombre de Luis es real, pero omito su apellido para respetar su privacidad.