Cierro a la fuerza, en papel, por todo lo legal, uno de los capítulos más obscuros de mi vida. Lo hago llorando con mesura y con una migraña que me taladra el cerebro. Han sido casi siete años de ir y venir, de consultas médicas y audiencias con abogados, de papeleo, exámenes y resonancias magnéticas… y un constante recordatorio de que después de un choque o dos, la vida no vuelve a ser igual, aunque lo intentes.
La factura de la decepción
Con una firma en un papel se le da carpetazo al segundo caso, al del conductor borracho que se estampó con mi auto en un semáforo en rojo; cuando me tronó el cuello y se me desalinearon los chacras. Para ellos esto es una resolución final, para mí, una condición crónica que requerirá tratamiento para toda la vida; los doctores coinciden en esto y, aun así, poco es suficiente para que los de allá, los otros, se laven las manos.
Me duelen los ojos, quizá por el aura que acompaña los intensos dolores de cabeza que me dan de tanto en tanto; tal vez sea algo más que me cuesta trabajo expresar: una frustración y una rabia que no suelo sentir. Es un dolor que siempre es físico, pero hoy me entume algo más que el cuello, los brazos adormilados o la cabeza, es la manifestación de la plena decepción.
Si este día tuviera un soundtrack sería que las mujeres también lloramos y no siempre facturamos. Quisiera ser, de verdad, como esas fénix que pueden transformar los momentos más vulnerables en capital y se ven fabulosas cuando su mundo se está yendo al carajo. No puedo. Estoy demasiado aturdida. Me siento, una vez más, como esa pelota en pleno partido de futbol que siempre se mueve a patadas y que nunca aterriza porque el sistema no la deja, porque nada es suficiente cuando uno es migrante; porque, para facturar, al menos uno de los pies debe estar en el suelo y yo me quedé en el aire, volando.
Los daños irreparables
Gané el caso, bueno, para ser sincera, los dos. Tengo por escrito testimonios de especialistas y abogados que coinciden en que los accidentes automovilísticos provocaron hernias en discos que, a su vez, desarrollaron múltiples complicaciones de salud. Leo con escepticismo cómo coinciden también en los daños irreparables de las pérdidas personales y el cambio drástico en estilo de vida. Veo también en esa letra pequeña que, al final, me toca levantar la cuenta y pagarla, porque uno culpa al otro y viceversa, y la víctima vuelve a ser revictimizada. Una curita económica para una herida sangrante. Lo de siempre. En esta historia, si alguien facturó, la de menos fui yo.
Hoy se me escapa la frustración por los dedos con esa es inconformidad que me obliga a teclear para entender porque siempre tengo que justificar el ser, estar, sentir, respirar y por qué tengo que ser yo la que demuestre como se ve el dolor que nadie más siente. Entiendo, otra vez a la mala, que hay sistemas en el que la víctima es siempre la afectada, la violentada, la que se tiene que sufrir una violación varias veces, literal o de derechos, porque la justicia no es igual para todos.
Quizá esta es una columna tan gris como el día en el que la escribo. Llovizna. Respiro. Intento cerrar los ojos para que lo nublado no se me cuele en las pupilas y recuerdo lo sarcástico que puede ser el tiempo. Quizá no hoy, pero mañana sí. Soy una de esas mujeres que levanta la cuenta y la paga. Cierro paréntesis antes de pasar página y no me gustan los puntos suspensivos más que cuando escribo. Hoy me curo y quizá mañana facturo.