En una madrugada de la primavera californiana, el cuerpo de un joven afroamericano apareció colgado de un árbol. Aunque algunos apresuradamente hablaron de suicidio, la memoria histórica de linchamientos genera dudas en la conciencia colectiva de una nación que está marchando en protesta por el brutal asesinato de George Floyd y 400 años de oprobio.
A Robert Fuller se lo encontró ahorcado en Palmdale, una comunidad a 45 minutos al norte de Los Ángeles. Más específicamente, en la Plaza Poncitlán, en donde antes de la pandemia se escuchaba el jolgorio de niños correteando, casamientos y cumpleaños. Pero en la mañana del 10 de junio, solo esa figura bamboleante y el silencio de la muerte.
¿Fue suicidio, como argumentó inicialmente la Oficina del Sheriff de Los Ángeles, o algo más siniestro? Ante las dudas y el clima político reinante, las autoridades revirtieron curso y decidieron abrir una investigación que ahora incluye al FBI.
El misterio aumentó cuando se dio a conocer que solamente 10 días antes, en Victorville, una ciudad a solo 50 millas de Palmdale, otro afroamericano, Malcolm Harsch, también apareció colgado de un árbol.
El linchamiento como intimidación
La historia del sufrimiento afroamericano, en este Estados Unidos de tantas proclamas de libertad e igualdad, incluye el incuantificable salvajismo cavernícola de los linchamientos. El primero que se documentó tuvo lugar en St. Louis, en 1835. Un afroamericano llamado McIntosh mató a un sheriff, una turba lo secuestró cuando era transportado a la cárcel, lo ataron con cadenas a un árbol y lo quemaron vivo.
Nada inusual, en un país en el que el linchamiento, especialmente en los estados sureños del ´Cotton Belt´, era utilizado como una metodología de intimidación a fin de mantener sometido a un segmento de la población que, si bien con la Decimotercer Enmienda de 1865 había adquirido derechos constitucionales, seguían siendo ciudadanos de segunda clase en una sociedad que reemplazó a la esclavitud por el ´apartheid´ del Jim Crow.
El linchamiento, de facto institucionalizado durante un amplio período de nuestra historia, era una manifestación de una filosofía racista que mejor se ejemplifica en las palabras del gobernador de Carolina del Sur Benjamin Tillman quien, en 1896, dijo: “Nosotros los del Sur nunca reconocimos el derecho del negro de gobernar a hombres blancos y nunca lo haremos. Nunca pensamos que fuera igual al hombre blanco y no nos someteremos a que satisfaga su lujuria con nuestras esposas e hijas sin lincharlos”.
Entre 1880 y 1951, de acuerdo con el Instituto Tuskegee, hubo 3,437 afroamericanos linchados. El último, que fue documentado, fue relativamente reciente. Ocurrió en 2011 cuando una decena de jóvenes blancos, en la recalcitrantemente racista Mississippi, atacaron al afroamericano James Craig Anderson. Después de robarle y darle una paliza, no encontraron mejor entretenimiento que arrollarlo con un automóvil.
Ahora, entre las banderas y carteles de las manifestaciones antirraciales que pueblan la nación, aparece Harsch colgando en un árbol en Victorville y, días después, Fuller en Palmdale. Y en el fondo de esa escenografía de desamparo y crueldad, más allá, en esos rincones oscuros de la historia de la infamia estadounidense, entre las figuras verticales negras oscilando con la brisa y el griterío bélico del Ku Klux Klan con sus capuchas de pureza cristiana y hogueras mefistofélicas, resuenan los verbos de esos versos de Langston Hughes que dicen “Last week they lynched a colored boy. / They hung him to a tree. / That colored boy ain´t said a thing / But we all should be free.”