Se murió el “Beco”. Nunca supe en realidad cuántos años tenía, pero lo recuerdo como un niño grandote y eterno. Desde que yo era pequeña estaba igualito. Tenía el cabello lacio y con un corte disparejo que le tapaba los ojos, con bigotes en las comisuras de los labios y la ceja poblada de más. Sonreía y balbuceaba mucho. Siempre caminaba con prisa como si tuviera urgencia de llegar. Hoy me entero de que su nombre era Armando Manuel y que ya había pasado de los 40. Lo leí en su obituario.
Condenar al diferente
El “Beco” fue conocido por muchos como “uno de los locos del pueblo”; los otros dos eran (son) el Tito y el Lázaro, así como los artículos antes del nombre. Yo los conocí así y en mi ignorancia infantil me causaba mucha curiosidad; hasta que entendí que somos una sociedad cruel, muy muy muy cruel.
Soy de un pequeño pueblo de Sonora en donde hablar de salud mental sigue siendo tabú. Disimulamos mucho los trastornos propios y ajenos, ¡qué dirá la sociedad! Y relegamos el cuidado de lo que no entendemos (o no queremos ver) a la caridad o a los más religiosos. Que esa sea su cruz, no la nuestra. No hay un sistema de salud pública que ayude al diagnóstico y el tratamiento de las enfermedades de la mente o las emociones del corazón. Señalamos la discapacidad como la peste. Sentirse mal es una “mañosada” y nacer así, casi una maldición.
Crecimos entre las etiquetas propias de la ignorancia: el mongolito, la loca, el maniaco, la cusca, el degenerado, los bipolares, la idiota y todas las otras antisonantes que vale más no enlistar. Las normalizamos, como en casi cualquier sociedad machista y sexista. Si el “afectado” tenía los medios, “se podía componer”, se convertía en el milagro y la bendición; si no, era ignorado, humillado y señalado, la burla del pueblo… el protagonista de los mitos urbanos. ¡Qué vergüenza siento!
La mayor discapacidad es la ignorancia
Ahora, quizá con el privilegio de los años, el mundo y la vida, entiendo que ellos no son los locos del pueblo, somos nosotros los que tenemos una discapacidad de empatía. Les debemos mucho: una disculpa no basta. Fuimos -y somos- crueles y despiadados, tenemos la lengua rápida y el cerebro adormecido, desacreditamos a la ciencia y nos convertimos en los verdugos sociales de pacientes que jamás fueron diagnosticados y mucho menos tuvieron acceso a tratamiento. Y los discriminamos tanto, que duele.
En el obituario de Armando Manuel le escriben que se va a un lugar en donde no habrá más maldad, en donde nadie lo volverá a humillar, que siempre será un niño, su niño; esas palabras calan muy fuerte en la conciencia.
Ojalá nos sacudan tanto que nos hagan romper todos los estigmas con los que cargamos. Tal vez, hasta nos abran los ojos. Quizá hasta hagamos algo.