Es difícil saber cuál fue el primer encuentro armado en la historia de la humanidad. Según la Biblia, el primero enfrentamiento entre humanos arma en mano –una quijada de burro- fue el de los hermanos Caín y Abel, con muy mal resultado para este último, que se convirtió en el primer difunto humano.
Como es lógico suponer, los primeros enfrentamientos debieron ser entre salvajes que se disputaban con piedras y palos alguna pieza recién cazada (o quizá una hembra). Y después, cuando ya tuvieron sentido de la propiedad, se enfrentaban para defender o conquistar los sitios de sus asentamientos.
Conforme pasaba el tiempo, el humano recurrió cada vez más al pleito, la disputa, las rencillas y finalmente a la guerra… y todavía no se le quita esa maldita costumbre.
La que deberíamos considerar como la verdadera Primera Guerra Mundial fueron las Cruzadas, iniciadas mire usted por quién, por la iglesia católica romana, en nombre de Dios y con el pretexto de reconquistar los Lugares Santos que habían caído en manos de “infieles” musulmanes.
Fue mundial porque en un lapso de 200 años ejércitos de Inglaterra, España, Francia, Italia y toda la Europa Central realizaron campañas bélicas que abarcaron regiones tan distantes y amplias como el Mediterráneo, Asia Menor, el Norte de África y el Medio Oriente.
Para entonces muchas armas ya se habían inventado: lanzas, arcos y flechas, ballestas, mazos, catapultas, etc., que con el tiempo se fueron perfeccionando para que tuvieran cada vez mayor poder mortífero, así como vestimentas especiales para el combate. La industria bélica, por lo tanto, ya estaba en funcionamiento.
Pero lo que más caracteriza a los enfrentamientos armados y militares, grandes, chicos y medianos, es la estupidez humana. No puede calificarse de otra forma el deseo de matar o morir por algo más que la simple subsistencia.
El hombre inventó la guerra y ha ido perfeccionado los instrumentos para hacerla con la única finalidad de satisfacer su avaricia: conquistar tierras, riquezas y poder ha sido su meta siempre.
Cierto que algunas guerras podrían ser consideradas como necesarias y ese sería el caso de las revoluciones internas, desatadas a causa de dictaduras y opresiones que a fuerza de injusticias, abusos y miseria asfixian a grandes núcleos de población. Pero esos casos son los menos.
En realidad, todas las guerras tienen, en el fondo, un motivo de sinrazón y cerrazón. Ejemplo claro de ello es la Guerra de Irak, iniciada por George W. Bush con pretextos nada sólidos y mentiras disfrazadas de verdades. En este sentido, en nada resultan infundadas las palabras de Samuel Fuller, el periodista y cineasta, quien afirmaba que “Todas las guerras, desde el principio de la civilización, se hacen con sangre, son iguales, sólo son diferentes las explicaciones”.
Y a pesar de todos los sufrimientos que al hombre han dejado las guerras, es el hombre mismo quien se resiste a acabar con ellas; de nada sirven palabras como las de John Fitzgerald Kennedy: “El hombre tiene que establecer un final para la guerra. Si no, la guerra establecerá un final para la humanidad”. O las mucho más lapidarias de Albert Einstein:
“No sé cómo será la tercera guerra mundial, pero sé que la cuarta será con piedras y palos”.
Así como el gusto por los deportes y el entretenimiento dieron nacimiento y grandeza a gigantes industrias del ramo, la vocación bélica humana ha dado origen a una industria militar que va mucho más allá de lo imaginable, que maneja voluntades políticas y que, de cuando en cuando, hace “necesaria” alguna guerra. El consumismo bélico también tiene sus mecanismos de operación.
La sofisticación del armamento militar ha llegado a extremos que hasta hace poco parecían inimaginables. Albert Einstein supo que sus descubrimientos sobre el átomo eventualmente podrían llevar a la invención de una bomba extremadamente peligrosa y mortífera y por diferentes medios se opuso a ello y trató de evitarlo.
Todo fue inútil: el ejército de Estados Unidos hizo explotar el 6 y 9 de agosto de 1945 bombas atómicas sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki. 140 mil personas murieron en Hiroshima y 80 mil en Nagasaki. Se calcula que aproximadamente el 20 por ciento de ellas fallecieron por las radicaciones y no por efecto directo de las explosiones.
Será difícil saber cuántos muertos han provocado las guerras, pero baste saber que las dos guerras mundiales, en conjunto, dejaron sin vida a unos 60 millones de personas, muchos de los cuales fueron civiles no combatientes.
Tampoco podemos saber con exactitud cuántas y qué tipo de armas se han creado y se almacenan en el mundo, como tampoco las que todavía se habrán de inventar.
Desde 1945 el grado de sofisticación aplicado a las armas modernas es tremendamente superior a las bombas atómicas lanzadas sobre Japón. Y los habitantes comunes, como usted y yo, ni siquiera lo podemos imaginar. Pero sí sabemos que ni las armas ni las guerras se habrán de acabar, porque los llamados líderes del mundo siguen haciendo bueno el dicho de don Jacinto Benavente: “El pretexto del hombre para todas las guerras: conseguir la paz”.
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Luis Manuel Ortiz. Director Editorial del periódico La Voz Arizona y miembro del Salón de la Fama de la Arizona Newspapers Association. Las columnas de este autor puede ser leídas en los sitios de Internet: Peregrinos y sus Letras.com, hispanicla.com, Dossier Politico.com, Termometroenlínea.com, Paralelo29.com y Culturadoor.com, entre otras publicaciones impresas y digitales.
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