En sus planes, proyectos y discursos, los políticos –que se supone están ahí para ayudarnos- hablan de estrategias de muy distinta índole, las que buscan aminorar la violencia y sus nefastos efectos en toda la sociedad.
Como se sabe, no todas las estrategias gubernamentales son exitosas y esto se debe, entre otros posibles factores, al desconocimiento que los propios políticos tienen de los problemas que pretenden solucionar. Los recursos económicos por sí mismos no son capaces (nunca lo han sido) de resolver las crisis de una comunidad.
El problema de la violencia en México se ha incrementado notablemente durante la última década y las causas de esto son múltiples; no podríamos asegurar que la llamada guerra al narco sea la única razón por la cual las páginas de los diarios amanecen día a día teñidas de color sangre. La realidad es que la violencia mexicana se inserta en un esquema socioeconómico planetario en el que los países del tercer o cuarto mundo, como siempre ha sido, deben pagar los platos rotos.
Para Charles Bowden, escritor estadounidense experto en el tema de la violencia en la frontera, lo que ocurre en Ciudad Juárez –por citar el ejemplo más representativo- no es sino el resultado del atenazamiento que las fuerzas de los grandes capitales ejercen sobre los miserables del mundo.
No solamente quieren su mano de obra barata, quieren también su sangre.
La violencia engendra violencia, dice el lugar común, y es verdad. Es muy fácil para un observador medianamente curioso darse cuenta de cómo en las comunidades donde esta lacra ha echado raíces, las acciones violentas se constituyen en una suerte de ethos local, una manera de ser y estar, de justificar la propia existencia en el mundo.
Si uno viaja a sitios como Ciudad Juárez o Tijuana, no sería difícil encontrar familias enteras que sobreviven gracias a la comercialización de drogas ilegales, lo que para ellos implicará en algún momento dirimir las diferencias con la competencia en el tribunal de las balas; es decir: matando.
Los más jóvenes ya han nacido en una situación de violencia endémica y no conocen un sólo camino que les permita abandonar este infierno.
La verdad es que como lector atento de la realidad uno debe ser muy realista y reconocer que para estos muchachos las posibilidades de abandonar por sí mismos estos escenarios de muerte son sumamente escasas; por eso creo que la participación de los demás es más que necesaria. La sangre derramada en las calles nos interpela a todos.
Ahora bien, ¿cómo tomar las medidas más acertadas en la promoción de una cultura de paz?
Como he señalado líneas arriba, la escalada de violencia en México y el mundo obedece a causas múltiples y reclama, por eso mismo, soluciones igualmente elaboradas.
Lamentablemente siempre se asocia la violencia a la marginación social y se suele atacar el problema con patronazgos que, más pronto que tarde, habrán de demostrar sobradamente su ineficacia. Acotar las fuerzas de la destrucción implica, además de dinero, la promoción de valores concretos, los que hagan posible que las personas crezcan, se desarrollen y adquieran una mirada más completa del mundo en el que viven.
Me viene a la cabeza en este momento el caso del ex alcalde de Bogotá, Sergio Fajardo, un matemático que se acercó a la política precisamente porque buscaba incidir positivamente en su comunidad, en específico aminorando el violencia rampante que la convulsionaba.
Ya como alcalde en funciones, Fajardo fue capaz de promover un proyecto de promoción de valores culturales que muy rápidamente demostró su efectividad; se trataba de la creación de bibliotecas, escuelas de música, impulso de artistas callejeros, talleres de diálogo y encuentro, entre algunas otras actividades.
Para Fajardo su trabajo consistió no en otra cosa que en la participación del estado en la promoción de escenarios en los que la propia gente habría de desenvolverse.
Esto es, desde mi punto de vista, fundamental: la reparación de la fibra social dañada no habrá de ocurrir por decreto, sino que sólo habrá de suceder cuando las propias personas se asuman como responsables de la construcción de su futuro. Lo mejor que puede hacer un gobernante es fomentar la independencia de los miembros de su comunidad.
El caso Medellín es, precisamente por exitoso, ejemplar. Hasta el día de hoy es posible que las personas de esa localidad colombiana puedan acceder a la infraestructura desarrollada en gran parte durante la administración de Fajardo; no sería exagerado afirmar que el rostro de dicha ciudad ha cambiado para siempre gracias a esta iniciativa y, lo más importante, que lo mismo podría ocurrir en cualquier otra ciudad que decidiera incluir la promoción de la cultura como un elemento de resistencia a la violencia.
¿En qué consiste específicamente esta idea?
Como he dicho anteriormente, se trata de que las autoridades en necesaria y estrecha colaboración con los ciudadanos sean capaces de dialogar en torno a proyectos viables de fomento de actividades culturales.
Que no se olvide que estas prácticas, además de ser una claro frente de resistencia pacífica ante los desplantes de los violentos, pueden generar un sentimiento de pertenencia, de identidad de grupo, que es precisamente lo que muchos muchachos buscan al adherirse a las pandillas de maleantes.
Conviene no olvidar que la promoción de actividades culturales no puede ser una imposición hecha desde arriba sino el resultado de los esfuerzos ciudadanos, los cuales puede potenciarse gracias a la estructura del poder institucional.
El problema, lo veo claro, es que dentro de la competencia natural entre los políticos, pocos serían los gobernantes capaces de mantener un bajo perfil en estas tareas, pues a toda costa muchos de ellos buscarían una posición visible y reclamarían reconocimiento personal.
En ese sentido los ciudadanos deben reconocer el gran poder que tienen en sus manos y deben ser capaces de organizarse en ONG´s o cualquier otro tipo de asociación que sirva de contrapeso a las tentaciones de sus dirigentes. La cultura -que no se olvide- se forja en las calles, en lo cotidiano, en las múltiples corrientes de la vida simple.
Se trata, pues, de generar un esquema de participación ciudadana que pueda interactuar con el poder instituido. Se trata de generar zonas de creación común, encuentro, diálogo y reconocimiento de los miembros de una sociedad desarticulada por las dentelladas de la violencia.
Se trata de actuar, de no recular y de enfrentar este problema tan doloroso y tan oscuro, todo con la intención de hacer de nuestro mundo, es decir, de nuestro entorno inmediato, un espacio más humano, más justo y más lleno de esperanza.