Estoy en el aeropuerto de Rancho Boyeros en La Habana. Mis hijos no saben nada; a los siete u ocho años tu no le cuentas el enredo político, no lo entenderían y podrían ser inocentemente indiscretos.
El 30 de agosto de 1961 amaneció frío. Vaya, ¡lo frío que puede ser un día en el trópico!, pero para nosotros que tenemos un termostato interior diferente, así nos pareció aquella madrugada. Montones de personas llegaban con sus bultos de 66 libras cada uno, con chicos que lloraban y ancianos invadidos de tristeza.
Estábamos separados de nuestra familia por un compartimiento; nos veíamos a través de una pared de cristal. Aquél día había dos viajes por la Panamericana, el nuestro era el de las 11:00 de la mañana. Ya estaban anunciando por orden alfabético a las personas que viajaban.
La mayoría de los que salían de Cuba dejaban allí todas sus posesiones: propiedades, cuentas de banco y otras pertenencias. Yo, siendo empleada del gobierno, salía con un permiso especial. Iba supuestamente a Puerto Rico a visitar a una tía enferma y tenía el telegrama de una amiga que convenció a las autoridades de mi necesidad de salir.
Si no regresabas, se incautaban de tus posesiones por pocas que fueran. Algunos, antes de partir trataban de vender clandestinamente sus posesiones valiosas: alhajas, cubiertos de plata, colección de vajillas… Los muebles no podían sacarse a casa de otro familiar o venderlos, sin ser detenidos y cuestionados.
El dinero en efectivo ya no importaba tanto, pues en 1960 se habían congelado las cuentas bancarias de los más ricos hasta los más pobres. Yo tenía dos mil pesos. Algunos ponían dinero debajo de la plantilla de los zapatos el día de su salida; alguien que puso joyas valiosísimas dentro de la muñeca de trapo con que jugaba su hija en el aeropuerto.
Me tocó el turno. Del Departamento de Aduanas me llamó una miliciana que tenía en mano nuestros documentos. Abrió nuestros bultos, revisó la ropa que llevábamos, les quitó a mis hijos sus cadenas de oro.
¿Para irse por unos días a ver una tía enferma, no cree usted que lleva mucho equipaje?
Le respondí que el jefe del departamento para el cual trabajaba sabía que yo estaría afuera por dos semanas a lo menos. ¡Bah! Ella sabía bien que toda la empleomanía provenía del gobierno y que como producto de las compañías nacionalizadas en el l959, los empleos no se solicitaban: se asignaban.
[/caption]Comenzó a interrogar a mi hijo. El, asustado, le contestaba poco. Lo tiene que llevar a otro departamento, dijo: su nombre era el mismo de una persona buscada.
¡Pero yo tenía todo!, la patria potestad, los pasajes, la visa, el pasaporte y desde luego los certificados de nacimiento de ambos niños. Mis protestas no sirven. Regresaría pronto.
Mi hija y yo nos miramos, ella nerviosa porque no sabía nada y yo porque sabía más.
Pasan treinta minutos como siglo. Llamo a un empleado de aquel departamento; quiero a mi hijo de vuelta. No sé de donde me salió decirle que me vería precisada a llamar a mi jefe que firmó mi salida provisional de Cuba, si no terminaban con esa estupidez de hacerle pasar a un niño un mal rato separándolo de la madre y de la hermana.
¡Por favor, alcánceme el teléfono aquel, esto se termina ya!
El individuo desaparece y un minuto después regresa con mi hijo y la miliciana, quien sonriente me pidió unos creyones de labio mientras me señalaba a la enfermera que habría de cerciorarse que yo no llevaba nada escondido en mi cuerpo ni en mis ropas.
Aún al abordar el avión, sentí un sudor frío y fatiga. A mis hijos expliqué que nadie nos separaría y que fue una equivocación de la miliciana decirle al varón que viajaría sólo y sin su familia. Recién entonces me di cuenta que otras pobres gentes pasaban por lo mismo. Se sentían como delincuentes. La mayoría iban a reunirse con sus familiares, con Miami como primera escala. Comprendí mejor que nunca el significado de la palabra incertidumbre.
Mi familia, especialmente mi padre, me decía a través del cristal que ya nos vería regresar pronto. Charlando con él la noche anterior a la partida, él afirmaba que un partido político como el Marxista-Leninista no tenía cabida en un país que no lo había elegido. Aludió al Congreso y al sistema jurídico. Pero ya le habían nacionalizado su empresa, y ni antes ni después el congreso estuvo vigente, siempre en cese, la prensa era manipulada, y el sistema jurídico no existía…
Lo único diferente que hizo Fidel Castro fue castrar todo sin teatrito de ninguna clase. ¡Vaya que nos ahorró tiempo!
En el aeropuerto, comenzaban a llamar alfabéticamente a los viajeros para ingresar al vuelo de la Panamericana que nos llevaría a Miami. Finalmente abordamos el avión, acomodé a mis hijos en sus asientos. Unas monjas acompañaban a unos niños chinos y cubanos de no más de cinco años que lloraban desenfrenadamente. Los llevaban a un colegio católico en Miami hasta que sus padres pudieran reunirse con ellos.
Un día después llegué a Puerto Rico con mis dos hijos de siete y ocho años, y diez dólares.
Esta partida no fue más dolorosa que la de otros. Pero fue la nuestra. Recuerdo que casi diez años más tarde y en uno de mis viajes pude observar, en la antes llamada Checoslovaquia, a una infinidad de familias que trataban de salir a través de la embajada de Austria. Los rusos habían tomado el país.
Y así tantos y tantos episodios históricos que involucran una política deshumanizada. El criterio de lo bueno por lo malo, y lo malo, por lo bueno. Y los partidarios que no conociendo suficientemente un gobierno político lo admiran para poder oponerse a otro. En Latinoamérica no ha disminuido el amor por el “hombre fuerte.” El caudillismo aún late y gusta.
He viajado mucho, he conocido seres humanos de distintas razas y lenguas, el éxodo es igual, y la civilización perdida…
Mi visita a Cuba en abril de 1999 me hizo sentir mis raíces nacionales, el cariño vivo por mis gentes que me contaban sus sinsabores y sobre todo volver a la pregunta instigadora: ¿valió la pena todo este cambio radical?