Hay recuerdos que nos sacuden los dolores más empolvados del alma. Quizá no son viejos, pero se han cocido a fuego lento y saben a rancio. Mis dos accidentes automovilísticos están archivados justo ahí, enseguida del trauma de soltarlo todo y el miedo que da volver a empezar. Y esta semana, la vida me obligó a orearlos.
La suerte de estar viva
Estoy de nuevo en el hospital, pero esta vez sentada en el reclinable de las visitas que pasan horas y noches en vela. Me quedo del otro lado. Veo a mi amiga dormitar y pienso en la suerte tan grande que es tocarle la mano y tratar de acomodarle los chinos alborotados que se le cuelan en la frente. La veo así, tranquila como nunca, y sonrío. Quién la viera, bromeo sarcásticamente por dentro, hasta que un quejido me vuelve a la realidad. Está viva de milagro.
Hace apenas un par de semanas hablamos de la vida hasta que la muerte nos sacó las lágrimas. Estoy sola, me confesó. La regañé, como lo hacemos aquellos que pensamos que nunca le va a pasar a quienes queremos. El destino nos cayó la boca. Pasó el accidente. Ella está aquí, llena de amor, con un ejército de amigos acariciándole el espíritu… y yo acabándome los rosarios del miedo de que le pasara todo y no pudiera hacer nada.
Tuvo suerte… o ángel, como le han dicho. Llegó a tiempo a un hospital especializado en emergencias que no tiene nada de glamuroso. Es viejo, huele a fármacos, es ruidoso y está siempre lleno, pero ahí ha recibido los cuidados que le permiten vivir para contarla. También le han dado cariño y respeto. Tuvo acceso a unos servicios de salud que son un privilegio para muchos.
La atención médica en nuestro idioma y desde el cariño
Acá nadie le pidió la cartera para atenderla ni cuestionaron su estado migratorio; no le hicieron el examen socioeconómico en la camilla ni la descartaron por la cobertura mínima de su seguro médico. Lo primero era sobrevivir, la factura ya llegará después en el correo. No pasa lo mismo en todos lados. En algunos lugares, como Europa, el sistema de salud es un derecho universal; en México y otros países Latinoamericanos, un lujo en el que solo unos cuantos pueden pagar.
A mi amiga también la atendieron en español. Estaba golpeada, aturdida y alucinaba un poco. Le costaba trabajo hilar las ideas en su cabeza enmarañada, pero sentía alivio al poder expresarse en su idioma con todos los enfermeros. Cuando la mente se aclaró un poco, pudo preguntar y pedir ayuda, le explicaron su historial y su plan de cuidado, y ella sintió por un instante que pudo aflojar los hombros y soltar el cuerpo.
Eso también salva vidas y remienda corazones. Uno llega a la sala de emergencias con todo infartado y después del alta a veces se nos queda el bolsillo, el ego y el espíritu en cuidados intensivos. El camino de la recuperación apenas empieza.