San Fabián de Alico se encontraba completamente engalanado aquel primer domingo de diciembre de 1981.
Un enorme arco multicolor de flores se alzaba en la entrada del pueblo. Las personas, con sus mejores pilchas se agolpaban a la vera del camino esperando el paso del cortejo. Las señoras portaban bien expuestos crucifijos en sus pechos y pétalos rojos en sus canastos. Los hombres, con sus bigotes recién cortados aprovechaban de estrenar sus nuevas chupallas y mantillas.
Tanta expectación había sido fabricada desde meses atrás en las homilías dominicales y los rumores que se propagaban más rápido que el viento puelche en los días veraniegos.
Monseñor Cox, el obispo de la diócesis de Chillán, alguien a quien nunca habíamos visto en nuestras vidas, se marchaba a Roma.
En nuestra casa, en el colegio y en las correrías con mis amigos era tema recurrente. El obispo encargado de nuestra provincia había sido elegido por el Papa para hacerse cargo de la preparación de seminaristas en la mismísima Roma. Nos sentíamos importantes por eso.
Finalmente llegó el esperado día y la multitud aguardó desde muy temprano el paso del cortejo. Estaba previsto que arribara a las diez de la mañana, pero recién a las doce se divisó a lo lejos la puntiaguda mitra de Monseñor Cox. No venía en automóvil, sino en un brioso caballo blanco. La ostentosa mitra se acercaba y los griteríos se tornaban histéricos como si fuera el mismísimo Papa.
Monseñor Cox, calvo, rollizo y rosadito como un cerdito listo para la faena, prodigaba a su fervoroso público con sonrisas cansadas y una mano con muchos anillos a medio levantar, algo más alta que un saludo fascista y menos que uno nazi.
Tras acompañarlo por las principales calles del pueblo y abrasados por el implacable sol de diciembre, los parroquianos nos encajonamos a un costado de la iglesia de piedra a la espera del discurso de Monseñor.
Pasaron largos minutos en que las mamás aprovecharon de llevar a sus hijos ante el obispo para que recibieran su última bendición. El los abrazaba, los besaba, los aconsejaba y bendecía con una calidez a la que no estábamos acostumbrados pues el cura del pueblo solía ser frío y cascarrabias.
Luego del discurso de Monseñor Cox en que agradecía la hospitalidad y nos instaba a continuar siendo buenos cristianos en su ausencia, comenzó el desfile de regalos para el Papa. Llegaron figuras talladas en madera, estribos de plata, abundantes rosarios, chalecos, bufandas, lazos de cuero y algunas tortillas de rescoldo y trozos de charqui para que Monseñor no pasara hambre en su viaje.
La despedida fue amable y todos retornaron a sus casas algo afligidos por el alejamiento de tan buen cristiano.
Muchos años más tarde volvimos a saber de Monseñor Cox a través de los diarios y la televisión. Lo habían separado del obispado de La Serena, pues se le acusaba de haber sodomizado a varias generaciones de seminaristas de la región de Coquimbo.