A principios de abril, un cargamento con cien mil mascarillas y diez equipos para diagnosticar Covid-19 que eran enviados desde China hacia Cuba, fueron bloqueados por el gobierno de Estados Unidos. El paquete formaba parte de las donaciones hechas por la fundación del multimillonario chino, Jack Ma, hacia diversos países que enfrentan la pandemia, incluido Estados Unidos que, a la fecha, es el país con más muertes y enfermos.
Sin embargo, el bloqueo económico y comercial impuesto por Washington contra La Habana desde hace sesenta años –recrudecido por Donald Trump– boicoteó la asistencia humanitaria hacia un país que ha enviado personal médico a países pobres del Caribe y África para colaborar en la lucha contra el coronavirus.
El mundo se ha pronunciado sobre esta infamia. Apenas el coronavirus ascendía, el secretario general de la ONU, Antonio Guterres, reconocía la labor de Cuba por enviar a otros países a sus médicos, junto a su famoso retroviral Inteferón, el cual ha sido muy efectivo en el tratamiento de la enfermedad. En tanto, el Consejo Mundial de Iglesias, desde su sede en Nueva York, exigía a Estados Unidos acabar con la asfixia económica contra Cuba y otros países asediados por Trump, como Venezuela e Irán.
Algunos legisladores estadounidenses aliados a Trump como Mario Díaz-Balart y Francis Rooney, dieron su versión y dijeron que el envío de médicos por parte de Cuba a más de veinte países supone “explotar” la emergencia sanitaria para sacar “beneficio político”. Un mensaje que fue contrastado por los países que integran la Comunidad del Caribe (Caricom), que agradeció a Cuba su solidaridad y pidió el cese del bloqueo en su contra; así como de la vocera de la ONU, Stephan Dujarric, quien reconoció los esfuerzos cubanos por auxiliar a otras naciones y reiteró el llamado de las Naciones Unidas a la “solidaridad global” en esta emergencia.
Mientras tanto, en Estados Unidos, un editorial de The Washington Post del cinco de abril califica a Donald Trump como el “peor presidente de todos los tiempos” por su gestión ante el coronavirus. Su país ya es el más afectado por la pandemia, a pesar de que fue alertado desde principios de enero por sus espías en China.
Ahora, Estados Unidos ya tiene en la actualidad la mayor tasa de mortalidad en su historia (veinticinco por cada millón de habitantes) y las muertes podrían llegar a las 200,000, una cifra mayor a la de los soldados estadounidenses muertos en todas sus guerras juntas. A pesar de eso, Trump insiste en que, si los fallecimientos no pasan de ese número, habrá sido “un muy buen trabajo”.
Al mismo tiempo, la tasa de desempleo en Estados Unidos se ubica alrededor del trece por ciento, la más grande desde la Gran Depresión que hundió a los estadounidenses en el hambre en 1929, y hay expertos que dicen 20 por ciento. Del mismo modo, las solicitudes de prestaciones por desempleo ya superan los diez millones; un millón más que los empleos perdidos durante la gran crisis del 2008. Pero lo peor es que el coronavirus avanza y 27 millones de estadounidenses no tienen seguro médico, destaca un reportaje de la BBC. Además, once millones de indocumentados están en el desamparo en un país donde un simple chequeo médico cuesta más de cien dólares.
Queda claro que la megalomanía de Trump está llevando al desastre a cientos de millones de seres humanos dentro y fuera de Estados Unidos. Ya era justo decir que impedir la ayuda hacia Cuba, un país que lucha ante el coronavirus, es un acto criminal; pero aplicar la fórmula del desamparo en su propio país, es peor que autoritario: es genocida.
Ha de servir esta pandemia para revelar el verdadero talante de los regímenes, como ha ocurrido en otros periodos de la historia. Por ejemplo, la Roma imperial, incendiada por los conflictos sociales y el frenesí de su oligarquía, recorrió con la peste antonina el último tramo hacia su debacle.