Hoy sábado 29 de mayo, miles convergen en Phoenix, Arizona, para repudiar la ley xenófoba SB1070 que crea en los latinos — no solamente los indocumentados — una categoría de ciudadanos de segunda clase.
Phoenix es el corazón de la bestia racista que levanta su fea cabeza. Aquí es donde desde hace años se está desarrollando un esfuerzo legislativo que inicia en la oposición democratica a la inmigración indocumentada, pero deviene en discriminación racial.
Es un proceso que si bien culminó y se hizo acreedor a la crítica mundial con la promulgación hace un mes de la 1070 por la gobernadora Jan Brewer, no se detuvo allí.
Brewer continuó la senda con una ley aún más discriminatoria: la HB 2281, que convierte los estudios étnicos – como “Mexican American studies” – en las escuelas públicas primarias y secundarias — siempre que no se centren en la etnia blanca — en equivalentes a actos de sedición y traición, en lugar de lo que son, fuentes de orgullo e identidad.
Así los caracteriza: “promote the overthrow of the United States government”, un lenguaje utilizado desde la Guerra Fría para definir la ideología comunista.
Además, el departamento (ministerio) de Educación de Arizona está instruyendo a los distritos escolares a prevenir la docencia por parte de maestros que hablan inglés con fuerte acento extranjero, apuntando específicamente a los centenares de profesores reclutados en 1999 y 2000 para hacer frente a requerimientos federales de enseñanza del idioma.
Ahora, los líderes de este movimiento se preparan para extender esa censura a las universidades públicas, así como para negarse a emitir un certificado de nacimiento a hijos de indocumentados, evitando así otorgarles la ciudadanía que les garantiza la enmienda XIV de la Constitución.
Allí mismo, estarán los representantes de las personas de origen hispano, el 30% de la población de Arizona, que con valentía superarán su miedo a ser deportados.
Quienes viven aquí sin papeles son ahora criminalizados a pesar de que hacerlo constituye una infracción civil y no un crimen (ni misdemeanor ni felony).
Pero no estarán solos.
Los Angeles se hará presente en Phoenix.
Y también Fresno, Long Beach, Santa Ana, San Francisco, San Diego.
Allí estará California.
Decenas de camiones fluirán de aquí a Arizona. Sus pasajeros no llevarán documentos, en solidaridad con aquellos que no los tienen y para evitar la excusa de que los organizadores sean allí arrestados por transportar indocumentados.
Como dijo Guadalupe Gutiérrez, activista de Fresno, al matutino La Opinión, “cuando tumban a alguien de nuestra raza nos afecta a todos».
El sábado, todos somos Arizona. O, en el mejor inglés: “enough is enough”.
Es que es lógico. Arizona es el laboratorio de experimentación de la intolerancia que se extiende a otros estados — ya van 16 — donde se plantean leyes similares.
Incluso llegan aquí a California, donde ciudades como Costa Mesa llevan la delantera y auguran un éxodo de sus residentes latinos. La semana pasada, Costa Mesa declaró que «no es una ciudad santuario» por iniciativa de Alan Mansoor, su intendente y candidato republicano a la Asamblea.
Se corre el peligro de que la agresión contra las inmigrantes en 2010 se agregue a una larga lista de abominaciones en la historia de nuestro país. No solamente contra latinos.
Son eventos que sucedieron, no en la desértica Arizona, sino aquí, en la soleada California.
California permitió legalmente la segregación racial en instituciones públicas hasta 1960.
En 1930 miles de filipinos fueron golpeados, arrestados, expulsados, despedidos y alejados en Watsonville, cerca de Santa Cruz.
En 1944, cien mil japoneses americanos de California fueron internados en campos de prisioneros.
Hasta 1953 había leyes que segregaban a los negros en ciudades del Sur de California.
Alimentadas por la crisis económicas y facilitadas por la ignorancia, estas iniciativas deben detenerse antes de que crezcan.
De lo contrario, corremos el riesgo de que la historia de la ignominia se repita, una vez más.