El caso de la beata chilena Laura Vicuña
Desde pequeño crecí contemplando las bellas estatuas de yeso y las pinturas que adornaban las paredes de las iglesias católicas de mi ciudad.
Algunas representaban a la Virgen María, otras a Jesús y sus actos y otras a distintos santos y beatos. Las personas les hablaban en voz baja y les rezaban como si esas estatuas tuvieran poderosos oídos para captar los susurros. Mi curiosidad de niño nunca fue capaz de preguntar sobre la razón de tal conducta pues percibía que a cambio sólo recibiría una buena bofetada. Las estatuas estaban pintadas de tal forma que semejaban a personas muy blancas y rubias y todas tenían los ojos azules. Jesús era el más bello, quizás más bello que Brad Pitt o George Clooney, y su mirada proyectaba templanza y sabiduría. Nunca vi en las iglesias algún rastro indígena que no fueran las ofrendas de los fieles mestizos. ¿Pero, quién era yo para cuestionar ese rubicundo carnaval?
Pero los años pasaron, me transformé en historiador e inevitablemente tuve que hurgar en los registros históricos que dieron origen a la cristiandad. Comprobé que Jesús era muy moreno, de frente angosta y pómulos salientes y que en lugar del paciente predicador de los caminos polvorientos fue un feroz ultranacionalista acometido de conflictos internos. El nórdico Jesús de mi infancia, el Jesús de la profunda mirada azul de Franco Zeffirelli quedaba destrozado por la evidencia histórica. No hablaría de un desengaño, sino de una cierta ofuscación contra quienes oscurecen la verdad, contra quienes consciente o inconscientemente perseveran en el intento de hacer preponderar el ideal de hombre europeo sobre el resto del mundo. Se nos pide no que adoremos a Jesús sino al hombre europeo, el poseedor de todas las virtudes.
Un caso parecido sucedió hace pocos días en Chile. Una investigación histórica demostró que la Beata Laura Vicuña, niña muerta bajo extrañas circunstancias el 22 de enero de 1904 y venerada desde entonces por los fieles católicos, no tenía en realidad el cuerpo alto y esbelto, el rostro pálido, los ojos azules, ni las facciones de una modelo de pasarela italiana, sino que era una indiecita pequeña, de rasgos toscos y el pelo semirapado.
El rostro por el cual se conoce a Laura Vicuña no pertenece por tanto a la beata, sino que se trata de una pintura del artista italiano Caffaro Rore, hecha por encargo de unas salesianas italianas e inspirado en una niña europea de la época. Esto se hizo con pleno conocimiento del rostro verdadero de la niña fallecida.