SANTIAGO DE CHILE – No sé si el título es apropiado. ¿Debe ser retorno al paraíso o al infierno perdido? Tal vez después lo decida. Pero aclaremos, acabo de partir de Miami, donde me encontré con mi hijo Jonathan, y estamos camino a Argentina en busca de ese paraíso proustiano que todos buscamos. Tengo la misión de, en menos de una semana, resumirle la tierra de mi origen: mis maravillosos momentos y los tristes también. En otras palabras, tratar de explicar quién soy, cómo llegué desde allá hasta aquí, en esa obligatoria aventura que llamamos vida. Tal vez, de esa manera, él también entenderá algunas partes de quién es.
Pero primero llegamos a Santiago de Chile. ¿No sé por qué elegimos pasar un par de días aquí? Tal vez como un prólogo, entre la calma del mar y lo imponente de los Andes, que nos distraiga y sirva de preámbulo emocional antes de zambullirnos en la reconstrucción de un pasado que tiene mucho de tumulto. Tumulto personal, tumulto político. Un pasado de contrastes en donde Jonathan encontrará a un niño feliz y despreocupado correteando en una casa de tejas en un barrio cordobés de clase media, Bajo Palermo, que asistió a las mejores escuelas de la década del sesenta y, años más tarde, ese mismo joven atrapado en medio del horror de una dictadura militar que destrozó su destino en Argentina.
Nunca estuve en Chile, excepto en aeropuertos, así que todo es novedad para mí.
Dos días en Santiago
Llegamos de noche y nos deshacemos de las valijas en el hotel NH Santiago donde la Avenida Condell termina en el Parque Balmaceda y como desesperados por libertad salimos a caminar, a respirar ese aire de cordillera que no veo por la obscuridad pero que presiento en el horizonte. Nos vamos hacia Plaza Italia entre el bullicio de la gente en una noche de domingo. Entramos en Lastarria y nos sentamos a comer y tomar un buen vino en un restaurante, el Victorino. Charlamos y charlamos. Hay gran expectativa sobre lo que viene en los próximos días después que crucemos los Andes. De ese otro lado. Más allá. Donde están los ángeles, la sonrisa de mi madre, pero también los fantasmas que nunca me abandonaron totalmente. Ese territorio del que mil años atrás me tuve que ir al exilio canadiense cuando sonaban los tambores de la intolerancia y el terrorismo de estado. Volvemos al hotel, paso a paso, silenciosos.
El día siguiente es un hermoso lunes de sol. Mi hijo me mira y me recuerda que estamos casi al fin de otro invierno en el hemisferio sur. Desayunamos en el Mulato, en una calle pintoresca en la que a un ritmo lento, que pertenece a otra dimensión de la ciudad, se mueven los turistas que inspeccionan los bolsos multicolores de llamas y quenas, los anillos y pendientes de cobre, los cuadros de rectángulos y rostros curvos, en puestos de madera estratégicamente alineados en una feria artesanal. A una cuadra se sienten los acordes de violines
de un grupo de estudiantes que salpican alegría. Charlamos con una muchacha de Baltimore, Maryland, que anduvo en Mendoza porque trabaja en la industria del vino y nos cuenta que y nos dice que y pregunta que… y después nos vamos hasta La Chascona. Subiendo, subiendo hacia las nubes. Y aparece la casa de colores que Pablo Neruda le construyó a su amante y tercer esposa, Matilde Urrutia, en la falda poblada de verde del Cerro San Cristóbal. Y pienso en Cecilia, en sus ojos grandes, su sonrisa. Mi Cecilia.
Allende y el Dr. Quiroga
De allí nos fuimos al Palacio de la Moneda y le hablo a Jonathan sobre mi amigo, el Dr. José ´Pepe´ Quiroga, un chileno que vive en Los Ángeles y que alguna vez fue el médico del presidente Salvador Allende. Jonathan me mira con seriedad, escucha atento. Quiere saber la esencia de lo que su padre dice. Le cuento, le reconstruyo un Quiroga que estaba en el primer piso de la Moneda ese 11 de septiembre de 1973 cuando los jets Hawker Hunters del general Augusto Pinochet iniciaron el bombardeo del palacio. Le cuento de la foto en la que se ve a Quiroga cuando, a instancia de Allende, sale junto a un gran grupo de leales y en frente al edificio se rinden. Poco después, en ese segundo piso del palacio presidencial, Allende se suicida. Nos paramos frente a la estatua de Salvador Allende y saco fotos. Jonathan me dice que tal vez esas fotos no sean necesarias. La historia es más importante. “It´s the moment, dad, it´s the moment.” Miramos alrededor como tratando de encontrar algo, capturar ese momento. La plaza está vacía. Solamente cuatro o cinco carabineros. Una pareja sentada conversando.
La Plaza de Armas
En la Plaza de Armas, que está repleta de gente, entramos a la catedral. Están por dar la misa de las 7:00 pm. Le cuento a Jonathan que cuando era niño, a diferencia de mi hermana, nunca me confesé porque mi madre abandonó, al menos por varios años, el catolicismo y se aferró, en medio de su incertidumbre personal, a la fe mormona. Después se le pasó, pero yo ya no sentía ninguna simpatía por las religiones. Y nunca más volví a ninguna. Pero siempre me atrajeron las iglesias, especialmente las coloniales, y es un placer entrar y sentarme a disfrutar de esa tranquilidad santa que todos respetan. Sentarme y estudiar la bóveda, las estatuas guardianas, los pilares de mármol, los cuadros de personajes celestiales, los confesorios, y pensar que ese edificio ha estado allí hace siglos con sacerdotes con una liturgia que se reproduce hace milenios. Cuando la misa empieza, nos miramos, nos levantamos y nos vamos al ruido y los olores sacrílegos de la Plaza en donde una mujer en silla de ruedas pide una moneda con su mano sucia, un semicírculo de curiosos miran fascinados a un acróbata de la calle, unos niños corren con globos de todos los colores.
Bellavista
Esa noche vamos a cenar en Bellavista y es como si todo Chile estuviera allí. Nos sentamos en una mesa de uno de los cinco millones de restaurantes y bares. Y no hay como despreocuparse, dejarse llevar, y mirar pasar a la gente. Los gordos, los flacos, las parejas, los grupos, los turistas, los locales, los niños, los viejos,
Sandra Estela
Mañana partimos para Córdoba. Y en Rio de Janeiro una mujer, que camina entre dos gatos que se refriegan en sus piernas porque inquietos huelen la partida, termina de preparar sus valijas. Desde un punto opuesto del compás geográfico, ella también viene hacia su Córdoba natal. Es mi hermana Sandra Estela. Viene al reencuentro umbilical. A sumarse al esfuerzo esclarecedor. A reconstruir los pedazos de una familia que se fragmentó y cuyas partículas quedaron dispersas en distintas naciones del continente americano. Desde su mundo, me escribe y dice:
Llego con la luna llena,
Gorda de sueños y de leche,
Llego con la noche tenue que cierra un tiempo de escarcha y penas.
Traigo a Chicho y Picuca envueltos en paños para que no se pierdan en mi saudade eterna.
Llego por tierra, como llega el puma del monte
Y fatigado husmea los campos de Oviedo.
Llego con las primeras luces del día de un marzo repleto de idos
Llego para decirte buen día, hermano, ¡bienvenido!