La semana pasada California volvió al centro de las noticias mundiales cuando se reveló que un famoso ex gobernador y exactor tuvo un hijo – y quizás más – fuera del matrimonio y durante años lo ocultó de su esposa.
Arnold Schwarzenegger, directamente llegado de las películas, fue elegido por abrumadora mayoría y en octubre de 2003 el gobernador de California. Sus transformaciones prometidas durante una campaña frenética y perpetua fracasaron. Entró como el Terminator y salió como True Lies.
Lo cual no sería tan llamativo si no fuera por este reciente «escándalo».
La reacción de disgusto hacia Schwarzenegger fue tan feroz que la «superestrella» tuvo que cancelar, o posponer, su regreso a la pantalla grande.
Pero, ¿por qué reaccionamos con furia? ¿Por qué nos importa eso más que, digamos, un incidente de violencia doméstica en la casa de enfrente?
¿Por qué sentimos tanta desilusión, y tan personalmente?
Porque el tamaño del desencanto es igual al de la expectativa, viniendo de una «celebridad», un archifamoso.
De Arnold Schwarzenegger, un hombre sin educación que inició como fisicultista, se llegó a pensar como candidato a Presidente de Estados Unidos, si solamente se pudiese cambiar la Constitución, que lo prohibe porque nació en Austria.
Tanta es su fama. Tal es el poder que generó el sistema de las estrellas.
Así fue: hasta 1910, en las primeras películas los actores ni siquiera eran reconocidos: eran anónimos. Sus nombres no aparecían por ninguna parte.
En aquel año, Carl Laemmle creó el sistema de las estrellas con una genialidad de mercadeo. Laemmle vivió aquí y murió en Beverly Hills en 1939 y está enterrado en el cementerio judío de la calle Whittier, no muy lejos de los Warner Bros. La cadena de cines de calidad lleva su nombre, porque eran de él.
Laemmle no solamente reveló los nombres de los protagonistas, sino que les confirió personalidad. Se fabricó de alli una maquinaria de engaño masivo.
Y con el tiempo, el Independent Moving Pictures de Laemmle devino en Universal Pictures.
El sistema de las estrellas pasó a todos los estudios de cine y se desarrolló en atrevimiento y alcance.
Los salarios de los actores, inicialmente la razón para no revelar sus nombres, pasaron a ser parte de la imagen; del secreto subieron a primera plana, y a la estratósfera de los millones de dólares por filme. Todo eso se publicó para vender las películas que ellos protagonizaban.
Claro, a plano secundario pasó la calidad de la actuación. O último. Como en el caso de Schwarzenegger.
El sistema de las estrellas, oficialmente abandonado alrededor de 1970, alimenta hoy hasta las campañas electorales para la presidencia del país. Insufló en sus «héroes» las características del sueño americano tal como lo ven, bueno, quienes creen haberlo alcanzado.
Principios y conceptos falsos como el de ganar (“Winning!”) a todo precio, jamás rendirse y creer que lo que uno mismo tiene en sí es suficiente sin ayuda de la sociedad, se popularizaron de esta manera.
Estrellas humanas hubo siempre, pero escasas, como los ganadores de los Juegos Olímpicos en la antigua Grecia, o los poderosos cuyas efigies aparecían en las monedas romanas. O los fundadores de religiones. Pasaban siglos entre su surgimiento.
En la actualidad, las «estrellas» abundan en cada esquina. Casi siempre, la inexistencia de los rasgos de personalidad y virtudes pretendidos ha seguido siendo una constante.
Pocas son las personalidades, como la Madre Teresa, cuya fama responde a motivos de peso independientemente del mercadeo. E incluso sobre ella hay una polémica.
Precisamente, esta explicación, sin el menor intento de exonerar a Scharzenegger de sus faltas, simplemente quiere aclarar que todo empezó con un método para el mercadeo de películas desde Los Angeles.
O sea, al Cesar (Julio) lo que es del Cesar.
Quien era, dicho sea de paso, una verdadera estrella.