“Se me acabó la fuerza de la mano izquierda
voy a dejarte el mundo para ti solita
como al caballo blanco le solté la rienda
a ti también te suelto, y te me vas ahorita”.
José Alfredo Jiménez, Te solté la rienda.
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Resulta que la semana pasada me lastimé la mano derecha. Todavía no tengo idea de cómo fue; entre las hipótesis figuran el uso de la bicicleta y la forma en la que agarro las pinzas de arreglar el jardín, todo ello agravado por el constante uso del mouse y el teclado de mi computadora, que han hecho que mis manos vayan perdiendo fuerza y se llenen de dolores, calambres y quejidos aun estando yo tan joven y rozagante.
Como resultado de ello –además de la falta de entrega de esta columna, por lo cual ofrezco la disculpa correspondiente– durante varios días tuve que prescindir del uso de la mano derecha, entre otras cosas, porque perdí flexibilidad y fuerza en ella. Y como buena diestra que soy, esto resultó cercano a lo catastrófico.
En principio el problema más notorio se presenta al querer escribir. Uno está acostumbrado a tomar el lápiz, o el bolígrafo, de cierta manera y con cierta fuerza y precisión. Pero sin fuerza, el lápiz se acomoda como quiere. Ahí está uno, tratando de escribir una nota de cumpleaños para una amiga muy querida, poniéndole un mensaje de todo corazón, aunque la caligrafía parezca de niño de kinder: “Y que cada año que pasa sigas poniéndote mejor, como los buenos vinos, etcétera”.
Una vez listo el regalo, y seguro de que una mano enferma no será obstáculo para tener horas de sana diversión, parte uno hacia la celebración: un desayuno. La homenajeada por supuesto empieza a leer las tarjetas de felicitación en público, y la sonrisa inicial se va transformando en un ceño cada vez más fruncido, para terminar diciendo en voz alta: “¿Qué? Es que casi no se entiende, jojo”. Entonces, tras leer “y que al caño queso sigaspo nándote mojo”, la amiga, discreta ella, decide fingir que entendió y lanzar un “graaaaacias, qué linda”, para abrir el siguiente regalo.
“Bueno, pensarán que tengo mala letra, pero ahora que empecemos a comer yo me arranco con mi charla y encanto natural, y listo”, piensa uno. Entonces pido un café y resulta que tengo que ir por él a una barra, y resulta que me lo sirven en una tazota de cerámica rebosante. Y ahí voy yo, caminando con cuidadito y haciendo equilibrio con mi mano descompuesta, para llegar a la mesa con un café chorreado y un platito inundado. “Mala letra y además bruta”, casi alcancé a escuchar que pensaba alguien.
Haciendo de tripas corazón, uno trata de continuar con su desayuno como si nada: tomando una rebanada de pan, poniéndole mermelada… hasta que se da cuenta de que el frasquititito de mermelada que le llevan a uno es dificilísimo de abrirse con salud plena, lo cual hace imposible que uno lo abra con la mano mala. “¿Me lo abres?”, le pedí a mi esposo. La mujer sentada frente a mí me vio con ojos de “y además, se siente princesa”.
A esas alturas obviamente uno ya se quiere ir. Con absoluta discreción empecé a recoger mis cosas y a despedirme: buenas tardes, buenas tardes, mucho gusto, ¡AYYY! El grito, obvio, casi mata de un infarto al buen hombre de quien me despedía, pero, ¿a quién se le ocurre estrecharme la mano derecha para decirme adiós?
En la cultura ecuestre mexicana –y tal vez en el resto del mundo, no lo sé de cierto– la mano izquierda es fundamental para un jinete; es con la izquierda con la que se domina y dirige al caballo, y un jinete sin mano izquierda no puede funcionar. Pero en este mundo de diestros no-ecuestres, que se me desboque el caballo es lo de menos: la próxima vez que alguien decida que se me acaba la fuerza, por favor, que no sea la de la derecha.
Gracias por su paciencia y por seguir leyendo.