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Terremoto en Chile: resurge el optimismo

Han transcurrido varios días desde el gran terremoto que asoló el centro sur de Chile. Las personas empiezan a salir de su shock inmovilizante para mirar la tragedia pasada con otros ojos. “Hay que reconstruir a la brevedad” es la consigna que predomina en cada lugar. El gobierno entrante de Sebastián Piñera ha estimado el precio de la reconstrucción en treinta y cinco mil millones de dólares.

Los saqueos del comienzo fueron aplacados con la intervención militar. Trece mil soldados vigilan las calles del Gran Concepción. Otro tanto lo hace con el devastado puerto de Talcahuano, quizás el más afectado de Chile. El toque de queda se ha mantenido. Las reducidas seis horas de libre circulación decretadas al principio se han ido alargando lentamente. Hay cientos de detenidos por los saqueos y otros tantos han devuelto los enseres robados, temerosos del cerco militar que rastrilla cada casa y cada cerro de la región del Bío Bío.

Las familias que lo perdieron todo han levantado carpas de emergencia a la orilla de los caminos. Tras el vapor de las teteritas hirviendo en los braseros se observan personas reunidas en torno al calor. Han caído leves lluvias en Concepción y Coronel. Las casas que no se destruyeron, tienen sus techos seriamente dañados y la lluvia se resbala libremente hasta los comedores y dormitorios.

La falta de agua potable sigue agravando la devastación de Talcahuano. Las mujeres, coquetas hasta el final, cuando ven acercarse las cámaras de televisión se retocan con las manos sus cabellos sucios y opacos. Los niños ahora anhelan volver a clases, pero son pocos los colegios que están en condiciones de empezar el año escolar. Los gobiernos regionales se han dado un plazo de cuarenta y cinco días más para levantar casetas de emergencia para empezar las clases. El año escolar empezaba oficialmente el 3 de marzo, pero todavía hay más de un millón y medio de escolares que no pueden retornar a sus colegios.

Con el paso de los días, lejos de aminorarse el tenor de la tragedia, ha empezado a mostrar nuevas caras envueltas de dramatismo.

Los pueblos interiores y los villorrios de la zona central de Chile tienen más del 80% de sus casas caídas o inutilizables. Pocos son los caseríos que alcanzan a ser mostrados por las cámaras de televisión, pues hay lugares de difícil acceso o simplemente porque la cantidad de población de esos sectores parece insignificante para conmover a los telespectadores y al gobierno. Todo un legado arquitectónico, toda una forma de construir proveniente del tiempo de la colonización española se ha venido abajo. Casas, museos, iglesias, hoteles y restoranes levantadas con el adobe, el ladrillo y la teja han sucumbido ante los 8,8 grados de intensidad del cataclismo.

Los almacenes y supermercados han vuelto a abrir, pero hay desabastecimiento de numerosos productos. Las industrias no se han podido reponer de los daños y las que han vuelto a producir lo hacen a media máquina. Las vías de comunicación por su parte no podrán ser recuperadas en su totalidad antes de cinco años. Los productos que han podido llegar al comercio se han encarecido. Todo ha subido de precio, al igual que los pasajes de buses y los arriendos de casas que se han incrementado más del cien por ciento. No hay mucho que elegir para vivir. Las escasas viviendas que se ofrecen están igualmente agrietadas. Diversas ONGs han calculado en casi un millón el número de desplazados. Dentro de este número están los que perdieron definitivamente sus casas y viven en albergues momentáneos o en carpas esperando la ayuda del gobierno; están los que sufrieron serios daños estructurales en sus hogares y no pueden volver a habitarlos hasta hacer las reparaciones correspondientes; están los que temen el desplome de sus viviendas con las nuevas réplicas y que mientras tanto viven de allegados en casa de familiares menos afectados, y están los hogares de ancianos, los hogares de niños, los internados, psiquiátricos, hospitales y cárceles cuya población sobreviviente ha debido ser reubicada bajo precarias condiciones.

La gran amenaza que se cierne sobre la población chilena es el comienzo del frío y las lluvias. Los techos están dañados y no hay suficiente mano de obra especializada para repararlos a tiempo. El invierno chileno es duro e implacable y sin viviendas adecuadas la vida de los afectados se tornará aún más dramática.

Para dar una sensación de esperanza y unidad nacional, el gobierno y las principales instituciones chilenas organizaron una gran teletón solidaria animada por don Francisco. Se logró reunir 90 millones de dólares que se destinarán para la construcción de treinta mil viviendas de emergencia.

El gobierno ha desplegado sus fuerzas en distintas direcciones. Parte de las fuerzas armadas están despejando caminos, buscando desaparecidos y reconstruyendo vías de ferrocarriles.

La ayuda internacional ha sido generosa. Cientos de toneladas de alimentos, medicinas, carpas y elementos de construcción han empezado a ser repartidos. El gobierno cubano, el gobierno argentino, francés, ruso y estadounidense han enviado hospitales de campaña que se han desplegado en diferentes zonas afectadas. Han sido de gran ayuda y han amortiguado las falencias del sistema de salud público chileno que está seriamente dañado. Particular atención han puesto los medios de comunicación en el gran profesionalismo del hospital cubano, que ha sido tomado como ejemplo para el accionar de los hospitales chilenos. Otros medios se han dedicado a seguir los pormenores del hospital ruso, pues sus sesenta y seis médicos sólo cuentan con una intérprete, y ya han manifestado sus quejas porque el gobierno chileno los destinó a suplir las deficiencias de un hospital dañado en una zona periférica de Santiago y no en la zona más devastada donde esperaban servir a la población. Esperaban llegar a atender miles de heridos en condiciones extremas, pues para eso están entrenados, y no a tomarle la presión a decenas de abuelitas que los miran extrañados sin entenderlos.

La otra gran preocupación de los medios de comunicación ha sido resaltar las condiciones en que quedaron más de mil edificios nuevos de gran altura en las principales ciudades afectadas. Son decenas de miles de familias de altos ingresos que quedaron en la calle, pues los edificios están ladeados o se han volcado como cajas de fósforos, como sucedió en Santiago o Concepción. Las grandes inmobiliarias han evadido su responsabilidad achacando a la magnitud del sismo el inevitable colapso de los edificios. Los capitales de grandes inmobiliarias han sido rápidamente traspasados a nuevas manos o depositado en cuentas extranjeras para eludir las ordenanzas judiciales. Las aseguradoras, en la gran mayoría de los casos, cubren menos de la mitad del monto perdido en las propiedades. Se han empezado a entablar demandas colectivas reparatorias, desesperadas e inútiles, pues es de amplio conocimiento que la justicia chilena es una de las más lentas, blandas e inoperantes del mundo, pues permite la intromisión de subterfugios de distinta índole que finalmente disuelven en el tiempo toda posibilidad de reparación.

En San Antonio hay otras tantas miles de familias afectadas y todos sus edificios de altura tienen orden de demolición, incluida la vanguardista gobernación y el enorme edificio que albergaba a los juzgados y que sólo tenía un año de funcionamiento. En la Villa del Mar, 296 familias están en la calle. Los ocho edificios nuevos que los cobijaban no resistieron el terremoto y deben ser desmantelados. Nadie responde, nadie los ayuda y hay cientos de niños que se esfuerzan por comprender su nueva realidad. El nuevo intendente de la región los dejó plantados. Días atrás se tomaron la municipalidad con la furia de sentirse burlados por la inmobiliaria y despreciados por las autoridades. El alcalde y sus funcionarios debieron buscar refugio y pedir resguardo policial. Tal situación se ha repetido en otras ciudades y villorrios en que las personas han salido a protestar a las calles con pancartas y fogatas por una pronta solución a sus problemas más apremiantes.

El puerto de Talcahuano, el tercero más grande de Chile, fue arrasado por el tsunami. No quedó nada en pie. El astillero de la Armada fue destruido, los containers fueron apilados entre los cerros o arrastrados por la marejada, y los barcos de la flota pesquera, cargados de peces, fueron estrellados contra los edificios de la ciudad. Desde sus bodegas mana desde entonces la pestilencia de los peces muertos, infestando el aire de la comunidad sobreviviente. Irónicamente, el blindado Huáscar, un trofeo de guerra chileno arrebatado al Perú en la Guerra del Pacífico, sigue intacto en su sitio, solo, viejo y firme mirando lo quedó de la bahía.

Las réplicas fuertes se siguen sucediendo a más de veinte días de transcurrido el gran sismo. Las personas que viven en sectores costeros corren a refugiarse a los cerros, aunque no haya aviso preventivo de tsunami. Corren con sus hijos, con bolsos, con perros y gatos y se van subiendo a las camionetas, autos o camiones que arrancan a los lugares más altos. Todos intentan llamar a sus familiares y amigos aunque nadie lo consigue pues los servicios telefónicos colapsan tras cada réplica. A medida que anochece, el temor de las personas se acrecienta. El sistema nacional de electricidad quedó seriamente dañado y se suceden los apagones. La alta demanda por velas, linternas y pilas las ha vuelto onerosas y a ratos inhallables.

Pese a todo esto, el ánimo de las personas se ha ido restableciendo. Se siguen demoliendo casas, paredes, pisos y muros dañados. Hay escasez de materiales de construcción y los precios se han disparado, pero cada familia tiene sus propios planes, sus propias ilusiones para levantar sus viviendas y verjas a la brevedad. En las esquinas, en las plazoletas, en los parques y estadios se acumulan cerros de escombros a la espera de que la maquinaria pesada del ejército las retire. Salvo en la región del Bío Bío, el agua potable ha sido repuesta en la mayoría de los hogares.

Hay menos miedo a salir de noche. Se han sucedido recitales y espectáculos al aire libre para reunir ayuda para los damnificados. Los bares, restoranes y discotecas se han vuelto a llenar de gente. Las personas sacan fuerzas de flaqueza, esconden sus miedos y se podría decir que están más optimistas pensando en que lo peor ya pasó.

Autor

  • Jorge Muzam

    Escritor chileno. Licenciado en Historia en la Universidad de Chile. Nació en San Fabián de Alico en 1972. Ha publicado ensayos, crónicas y relatos en diversos medios americanos y europeos. Es autor de las novelas Ameba y El odio, y de los libros de relatos La vida continúa y El insomnio de la carne. Todas sus obras han sido publicadas por Sanfabistán Editores. Columnista en HuffPost Voces (EEUU) e HispanicLA (EEUU) y controvertido bloguero político cuya voz independiente se ha expandido a todo el mundo hispanohablante. Se le ha descrito como un autor de pluma corrosiva, provocadora y amarga.

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