¡Doña! ¿me regala dos granadas?– los ojitos verdes tras la voz nos miraban curiosos por encima de nuestra barda, una tarde de domingo.
Mis hermanos y yo corrimos intrigados a encontrarnos con la inesperada visita: una niña no más alta que mi hermana menor – que entonces tendría unos siete añitos – se sujetaba con sus dos manitas en el filo de la barda, mientras apoyaba sus pies vestidos con unos gastados tenis vans rojos con azul (los que había estado de moda hacía dos años) en la espalda de otro niño no mucho mayor que ella. Era su hermano, después nos diría sin preguntarle.
Esa fue la presentación de Marianita en nuestras vidas, y el comienzo de una amistad que paulatinamente se fue ganando el derecho a ser invitada al jardín de nuestra casa, después de varias tardes compartiendo risas, con un muro de por medio, y tras una letanía de ruegos con el que cada noche antes de dormir fastidiábamos a nuestros padres. “Puede entrar, pero nada más al patio” – dijo un buen día mi padre derrotado por nuestra persistencia.
Mis padres tenían una actitud extrañamente arisca hacía los desconocidos. En aquel tiempo la zona donde vivíamos no era mucho más que unas cuantas casas de concreto y bien bardeadas, en medio de una docena de casas hechas al vapor, con materiales reciclados (llantas, cartones, etc.). Mi padre les llamaba los paracaidistas, porque se habían posesionado del terreno sin comprarlo, a diferencia de nuestros padres que tuvieron que esperar a que naciera mi hermano más pequeño, para que el Infonavit por fin les diera un crédito y comprar una casa.
Esto le daba a mi padre una especie de orgullo que a la vez alimentaba un profundo desdén hacía la gente – los vecinos– que según él se habían ido por la vía fácil, a conseguir lo que a él le había costado muchos años de ir y venir en carretera, viajando de un lado a otro, según le requirieran los laboratorios en los que trabajaba como agente de medicinas. Y me consta lo de los años en carretera, porque yo no había cumplido aún los tres años, y ya habíamos vivido en seis ciudades distintas.
Marianita era la menor de 10 hermanos, todos varones, su padre era plomero y su madre una mujer excesivamente obesa que apenas podía moverse para salir de casa, lo que hacía con muy poca frecuencia, y cuando lo hacía seguramente era para defender a Jesús, el dueño de la espalda que sostenía a Marianita la primera vez que osó a asomarse a nuestra casa.
Jesús era mudo, pero tenía una capacidad extraordinaria para comunicarse. No se separaba de Marianita, salvo cuando ella estaba en la escuela. Jesús se quedaba en su casa con su madre. No había escuela para él, y si la había, sus padres no tendrían forma de saberlo o medios para pagarla.
Marianita era religiosa en sus visitas, nada más pasaba la hora de comer, se venía a nuestra casa a jugar y hacer las tareas. Sabíamos que venía porque Jesús nos lo hacía saber. Vivían a unas cuatro casas de la nuestra, y nada más salir de su casa, hasta llegar a la nuestra, el mudito emitía una especie de canto que llevaba más o menos el siguiente ritmo: aha, aha, ah…..aha, aha.ah….aha, aha ah.. y así, hasta que le abríamos el portón.
Marianita no parecía particularmente una buena hermana. Se le veía harta por la predilección de su hermano y por llevarlo a todos lados como una sombra. Muchas veces trató de escondérsele y escaparse a nuestra casa a hurtadillas, pero el mudito era mucho más listo que eso y no pasaban ni cinco minutos cuando ya nos estaba cantando en el portón para que le abriéramos. Pero, ya entrando a la casa, Jesús era incluido en nuestros juegos, como una niña más, empezando por la propia Marianita, que en segundos ya había olvidado sus intenciones de librarse, aunque fuera por un día de su hermano.
A Jesús le gustaban dos cosas de nuestra casa: el columpio que más bien era una llanta de plástico con una cuerda colgada de un arco de herrería, y mi hermana. Pero mi hermana era muy pequeña para darse cuenta de eso y jugaba con el mudito como si fuera un extensión de su juego de té o una de sus tantas muñecas que solía guardar en una maleta con mucho recelo, sobre todo después de que mi hermano y yo, decidimos jugar una especie de Jack Ass con sus muñecas y todas sin excepción terminaron trasquiladas y pintadas de verde. Jamás nos perdonó.
Poco a poco el mudito, con ayuda de su hermana, y la cotidianidad de sus visitas, nos fue enseñando su idioma, y pronto llegamos a entender cuando quería jugar algo más que muñecas ó cuando tenía hambre o sed, y a correr cuando se enojaba.
La verdad es que el pequeño Jesús era totalmente inofensivo. Aunque con frecuencia su frustración lo llevaba al enojo y del enojo pasaba al llanto, jamás nos agredió ni se defendió de las agresiones de otros niños del barrio, que solían tomarle el pelo y hacerlo enfurecer, esas eran las pocas ocasiones que veíamos salir a su madre a la calle, y con un palo de escoba amenazar a los chiquillos latosos. Para cuando ella lograba llegar al lugar donde acosaban a Jesús, los diablillos ya estaban fuera de cualquier posibilidad de escobazo.
En los meses en que tuvimos amistad con Marianita y Jesús pudimos conocer al resto de sus hermanos, que una que otra vez eran enviados por la madre para entregarle a mi madre algún detalle. Un día Gabriel, el estudiante del Cobach, nos traía tamales. Otro día Aaron el taxista llegaba con agua de limón con chia. Armando el ayudante de su padre nos trajo una vez nopales. En todos había algo que no se le podía escapar ni siquiera a la niña simplona y despreocupada de nueve años que se había convertido en la mejor amiga de su hermana, y aunque todos trataban con un gran cariño tanto a Marianita como a Jesús, hay algo que recuerdo como si fuera hoy mismo y me sigue provocando la misma reflexión: Jesús siempre abrazó a sus hermanos y ellos a Jesús, como yo nunca he abrazado a los míos.
En esa familia humilde de diez hijos y una madre enferma de obesidad, existía un profundo amor y respeto del uno hacía el otro, y a Jesús lejos de ser una molestia o una carga para sus hermanos, lo abrazaban como si fuera una hermosa bendición por la que seguramente darían gracias todos los días.
Un día tuvimos que mudarnos de nuestra casa. Marianita no quiso despedirse de nosotros, y no fue a nuestra casa por una semana. El día que nos marchábamos, mi madre sacó el coche del garage, y nos dejó a tres niños y cinco maletas, esperándola fuera mientras cerraba el portón. Yo no pensaba en Marianita. Ni me acordaba de ellos, pues mi mente iba llena de preguntas que nunca pude hacerle a mi madre.
De pronto una voz muy familiar se escuchaba acercándose rápidamente desde no muy lejos. Voltee a ver por la ventana trasera, era Jesús, corriendo y preguntando adónde íbamos, si regresaríamos a visitarlos, y a decirnos que nos iba a extrañar:
– Aha, aha, ah…..aha, aha.ah….aha, aha ah….
Mi madre no detuvo el coche. Seguramente como nosotros, también lloraba.