Nunca había conocido a un niño con lentes hasta que me hice amiga de Víctor Hugo. Yo iba en 4to de primaria y él en 3ro. Nos conocimos por mera alquimia: nuestras madres, aún sin conocerse compartían el encantador talento de nunca llegar a tiempo a ningún lado.
Así que los retrasos de nuestras madres y la escrupulosa disciplina de la escuela pública que no permitía a nadie del turno matutino dentro de la escuela una vez iniciado el turno vespertino, fueron la fórmula perfecta para que Víctor Hugo y yo hiciéramos amistad sentados sobre una banqueta.
Al principio nuestras pláticas eran muy precarias y llenas de silencios intermitentes, que se daban cada vez que pasaba un coche y nuestras miradas se fijaban en ellos, con muchas ganas de que ese coche fuera el de mi madre, o en caso de Víctor Hugo, el de su padre o su madre.
Víctor Hugo era un niño muy inteligente y precoz para su edad. A pesar de ser menor que yo, a sus ocho añitos me causaba la misma admiración que los niños y niñas de sexto, y esos ya estaban “bien grandes”. Leía libros, sin monitos, ¡libros de puras letras!, como los que leen los grandes, como los montones de libros que leen mis padres.
Sabía que se llamaba Víctor Hugo en honor a un escritor. Cuando me dijo el nombre del ‘libro famoso’ que escribió su homónimo francés, a mi me sonó igual que esto: ——–^^—-^^——^^——, pero estoy segura que me habrá dicho Los Miserables.
Mis padres están divorciados – me dijo un día, como si se tratara de un mérito escolar digno de celebración como por ejemplo haber obtenido la puntuación máxima en el Pac Man o en el Centerpede.
Aunque notaba en la expresión de Víctor Hugo que esperaba una reacción de mi parte , a mi para nada me sonaba la palabra divorcio, no creo haberla escuchado nunca. La familia de mi madre tenía fuertes raíces católicas, muy tradicionales, y palabras como esas no se escuchaban los domingos que íbamos a casa de la abuela a comer. ¿Sería alguna de esas cosas a las que la abuela y las tías llamaban pecados?
¿Qué es eso de estar divorciados? – creo haberle preguntado, con curiosidad y ganas de que se tratase de algo muy pero muy emocionante.
“Vivo unos días con mi mamá y otros días con mi papá. Por eso siempre vienen tarde por mi, siempre se les olvida a quien le toca venir a recogerme.”
¿Y por qué mi papá nunca viene por mí? –pensé. A lo mejor mi papá nunca llegaría tarde como mi mamá.
En lo que no pensaba en esos momentos es que mi madre también trabajaba y tenía que correr a la hora de su almuerzo, desde la Colonia Cacho hasta más allá de la Cinco y Diez, dónde estaba mi escuela. Y en esos tiempos aunque había menos gente y menos carros, no había Vía Rápida ni Poniente ni Oriente, así que todo mundo que iba de Oeste a Este de la ciudad, imperativamente tenía que hacerlo por el Blvd. Salinas que después se convertía en Agua Caliente y más adelante en Díaz Ordaz –para vergüenza de los tijuanenses.
Y encima el desorden de la cinco y diez era para morirse, no como ahora que aunque mal hecho por lo menos hay un puente. En esas épocas había que cuidarse de los coches, los taxis, los camiones y las calafias y de no matar a algún cristiano que se atravesaba por frente a los coches con el semáforo en rojo, porque no había otra forma para los peatones de cruzar la cinco y diez.
Por eso mi madre siempre llegaba tarde.
Víctor Hugo me platicaba con mucha alegría de cómo eran sus navidades y sus cumpleaños. Siempre tenía dos fiestas, y siempre el doble de regalos, porque un día lo pasaba con mamá y otro con papá. Que desde que se divorciaron sus padres, su papá le compraba todo lo que el quería y su mamá nunca lo regañaba por nada.
Vivía en un mundo donde el era un rey, y todos los demás estaban a su entera disposición para cumplirle todos sus deseos.
A mí cada vez me sonaba más interesante este innovador concepto de “divorcio”, parecía que Víctor Hugo tenía una vida de ensueño, pero ¿cómo hace uno para que sus padres se divorcien?
¿Cómo se divorciaron tus papás? –le pregunté un día sin ningún preámbulo.
Se la pasaban peleando todo el tiempo, así que le pedí al ángel de mi guarda todas las noches que por favor se divorciaran –me respondió con la seriedad de un cajero automático.
Me explicó que para que el ángel de la guarda le cumpliera su deseo, tenía que pedírselo con los ojos bien cerrados y las manos juntas bien apretadas. Y que antes de dormir había que repetir el deseo por lo menos 10 veces. Y así todos los días hasta que se divorciaran.
Yo nunca rezaba en las noches, la costumbre en mi casa era que antes de dormir se nos hacía responder dos o tres multiplicaciones de unos cuadros que mi padre había clavado en los muros de nuestra habitación con las tablas del 1 a al 10. Así que en lugar de Ángel de mi guarda era 4×6, mi dulce compañía = 7×5 , no me desampares ni de noche ni de día= 9×9.
Sin embargo, la posibilidad que narraba Víctor Hugo me abrió un panorama nuevo y emocionante. Mis padres nunca habían llevado una relación muy buena, pero hacía un par de años que los pleitos eran constantes. Lo que yo no sabía es que mi madre se había puesto las pilas, se había preparado mejor, y empezaba a ser más independiente de mi padre, quien rápidamente se había vuelto cada vez más irresponsable, como una manera, según él, de castigar a mi madre por su reciente apego a “las viejas bolsas”.
Las “viejas bolsas” eran un grupo de mujeres con las que mi madre solía reunirse, y estudiaban desde filosofía hasta nutrición.
Fue la época en la que en mi casa se cambiaron las hamburguesas por los sabrosos tacos de soya que todavía nos cocina mi madre y que no dejan de ser mis favoritos, y Freud y Heidegger se agregaron en la biblioteca familiar.
A mi padre no le hacía gracia el resurgimiento de mi madre como una mujer fuerte y que podría valerse por ella misma y finalmente, como lo demostraría al poco tiempo, sacar a sus tres hijos adelante.
Por eso eran los pleitos entre mis padres.
La mayoría de los días los padres de Víctor Hugo y mi madre, llegaban juntos por nosotros, o con una diferencia de unos minutos, por lo que si mi madre llegaba antes que los padres de Víctor Hugo, esperábamos un ratito hasta que llegaran por él, para no dejarlo solo. Ellos hacían lo mismo por mí cuando mi madre se retrasaba.
Pero un día coincidió que Víctor Hugo no fue a la escuela, con que mi madre no alcanzó a ir por mi, pero había hablado con una vecina para que fuera a recogerme.
La vecina, Norma, a quien yo conocía muy bien, nunca llegó, y estuve fuera de la escuela desde las doce hasta las cuatro de la tarde, cuando mi madre se dio cuenta que nunca había llegado a la casa.
Debo decir que ningún maestro, maestra, director o conserje de la escuela, se tomó la molestia de procurar que esperara a mi madre dentro de la escuela. “Las reglas eran las reglas” así que tuve que quedarme solita en la banqueta.
Mi madre tomó dos decisiones ese día: contratar un camioncito, y no volver a confiar en la vecina.
Mi padre se dio vuelo esa noche culpando a mi madre de haberme abandonado en la escuela. Aquella noche no pude pegar los ojos escuchando a mis padres discutir, hasta que recordé a Víctor Hugo y su “conjuro mágico”.
Así que cerré mis ojitos, junte las manos y las apreté con mucha fuerza y empecé la invocación: Por favor diosito que se divorcien mis padres, por favor diosito que se divorcien mis padres, por favor diosito que se divorcien mis padres, por favor…
Dos años tomó el conjuro para hacerse realidad.