Los exorcismos sabatinos

Un día de esos que amanece uno bien valiente, se me ocurrió decirle a mis abuelos que el Papa era el Anticristo. Mi abuela me miró con unos ojos bien grandotes, mientras mi abuelo la miraba en espera de instrucciones.

No había más, el domingo bien temprano mi abuelo me llevó de la mano por las seis cuadras que separaba su casa de la iglesia más cercana, y desde esa mañana fui un integrante más del grupo de abejitas de la acción católica.

El castigo más doloroso fue tener que leer un mes entero cada domingo durante la “misa de los niños” la primera lectura y el salmo. Creo que ahí empezó mi problema de no poder hablar en público sin llorar.

Los sábados no fueron tan traumáticos. Por lo menos después del primer día de pasar dos horas en un saloncito con mesa-bancos dentro de un edificio contiguo a la Iglesia.

El padre José nos hablaba de cosas que yo la verdad no entendía, pero me gustaba poder distraerme mirando a la calle por el gran ventanal, arrullada por el bla bla bla del sacerdote, hasta que se hacía hora del preciado receso de 30 minutos, donde se nos permitía a los chiquillos jugar voleibol en el frontón de la iglesia.

Un día, antes de empezar el exorcismo sabatino, el padre José me preguntó de la nada qué de dónde había sacado que el Papa era el Anticristo.

No tenía ni idea qué contestarle. De mi padre no lo había sacado, porque él siempre se declaró “ateo gracias a Dios”, por lo que problema no era con Dios.

De mi madre tampoco. En esa época poco hablábamos y mucho menos de religión.

Mis abuelos evidentemente no eran la fuente de mi sacrilegio: dos devotos católicos que no perdían oportunidad de rezar un novenario para la salvación de todas las almas no pudieron darme esa idea.

Entonces le dije que no sabía, pero mi respuesta no lo dejó a gusto, así que insistió: “pero en algún lugar habrás escuchado eso”, “no creo que algo así se te hubiera ocurrido a ti solita, ¿o sí?. Pues más bien “o sí”, porque la realidad es que a mí se me había ocurrido. Tenía ganas de fastidiar a mi abuela, y eso es lo que pasó por mi cabeza cómo lo más apropiado.

Pero el padre no se le daba la gana darle ningún crédito a mi creatividad, así que no paró el interrogatorio.

Por lo tanto como la verdad no iba a dar por terminada la tediosa preguntadera del hombre de la sotana negra, le dije lo primero que cruzó por mi cabecita (otra vez).

Lo soñé.

¿Cómo que lo soñaste?

Si, lo soñé. Soñé que el Papa era el Anticristo y que se moría.

Fue entonces cuando al padre José le cayó el veinte de lo que según él había ocurrido: era el mes de septiembre del 78, y el Papa Pablo Sexto acababa de morir. El nuevo Papa Juan Pablo I, tenía apenas un par de semanas de haber sido elegido.

“Entonces seguramente la niña estaba sugestionada por toda la difusión que se le había dado a la penosa muerte de su santidad”, pensaría el digno representante de la Iglesia, y decidiría a partir de entonces dejarme en paz con las preguntitas. Así que yo a mi ventana y mi voleibol, y él a convencerse que sus monólogos bíblicos fortalecerían mi fe.

Hasta que a finales de septiembre, apareció el padre José con otros dos ensotanados y una monja, en el saloncito de clases. Eramos cinco niños en el salón cuando llegaron, y el padre José nos dijo que saliéramos a jugar al frontón, que ya nos llamarían.

Así que salimos todos, y a los cinco minutos escuché a la monja llamarme con una voz suave pero enérgica.

Cuando entré al salón estaban los cuatro de pie, frente a mi mesa-banco. El padre José me pidió que les contara a los presentes lo que le había dicho a él hacía un par de semanas.

Ya no me acordaba de nada, no tenía la más pálida idea a qué se estaba refiriendo y seguramente los miraría como un becerro.

Lo de su Santidad…

Ahhhh puff. Me volvió todo a la cabeza. Que tampoco era tan complicado, no había mucho que decir: “soné que el Papa era el Anticristo y que se moría”, dije con una sonrisa, como si esa fuera la respuesta correcta para sacarme la barra de chocolate Wonka.

La monja se puso la mano en la boca. Entonces uno de los ensotanados puso su mano en mi cabeza y me pidió que descansara mi espalda en el respaldo del mesa-banco. Obedecí, a decir verdad un poco asustada.

La monja, ahora con una voz muy dulce me dijo:

“Vamos a rezar por ti”.

¿Por mí?-pensé angustiada ¿Pero por qué? En casa de la abuela solo rezan cuando alguien se muere y hasta donde podía ver, yo todavía estaba viva.

De toda la letanía de rezos, solo recuerdo el mismo zumbido que el de los exorcismos sabatinos del padre José: blah, blah, blah.. blah, blah… blah,  blah. Y también recuerdo como de cuando en cuando, abría uno de mis ojos para espiar al cuarteto espiritista que por lo visto había decidido que necesitaba una intervención más directa de la mano de Dios.

Lo que yo no sabía es que justo hacía una semana que el nuevo Papa –Juan Pablo I– había muerto. Entonces por una muy desafortunada coincidencia, lo que yo había visto como una exitosa salida de una situación difícil, de pronto se convertía en una profecía ante los ojos de los religiosos.

Mi vida se estaba complicando demasiado, si lo único que había querido era primero: fastidiar a mi abuela, segundo: darle una respuesta al padre José para que me dejara en paz de una buena vez.

A los nueve años uno no tiene recursos intelectuales suficientes para escapar de cuatro religiosos en trance espiritual, así que hice lo único que podía hacer: seguirles la corriente.

Cuando terminaron sus rezos, el padre José y la monja se pusieron en cuclillas para poder mirarme de frente, entonces ella me dijo algo así como que no tuviera miedo, y que si Dios me había querido dar un mensaje, y que eso era muestra de su infinito amor por nosotros, y algo parecido. Puse mi cara de borrego nuevamente, y pregunté si ya me podía ir.

No terminaban de decir que sí, cuando yo ya iba medio camino a la casa de mis abuelos. Nunca les dije nada, y tampoco revelé de dónde había sacado la idea de que el Papa era en Anticristo, aunque la historia no era nada complicada.

Muchos meses antes de este episodio, espiando un día entre las cosas de mi padre, como solía hacerlo muy a menudo, me encontré encima de su escritorio un libro que desde el título me llamó a abrirlo: El Anticristo, de Federico Nietzsche.

No leí mucho más de una cuantas líneas al azar, pero algo de lo leído me hizo pensar que hablaba del Papa.

A mi abuela nunca se le podía dar la contra en nada, y mucho menos yo que era quien más me parecía a mi padre, y siendo mi padre odiado entre el linaje materno, a mi no me gustaba nadita que se hablara mal de él cuando estábamos en casa de los abuelos.

Pero un día resolví que el libro que había visto en la oficina de mi padre podría ser una de las formas variadas de reventarle el hígado a mi abuela por donde más le dolía: la iglesia.

Resultó el plan, en principio, pero ahora que recuerdo el incidente del ritual de rezos, no me cabe la menor duda que mi abuela estaría sentada en su sillón , con su punto de cruz en las rodillas y riendo a carcajadas de lo que sabía ocurriría en el último exorcismo sabatino con el padre José y las abejitas de la acción católica.

Autor

  • Marga Britto

    Aprendiz de Madre, Malabarista del tiempo, Exiliada por Opcion, Cuestionadora de todo, Objetora de muy Poco, Activista de Closet, Escritora sin oficio. Marga nació y creció en la ciudad de Tijuana, México. Actualmente radica en la ciudad de Pasadena, CA. junto a su esposo e hija de 18 meses. Es Licenciada en Comunicación egresada de la Universidad Iberoamericana, y comparte su tiempo entre vivir su maternidad a tope y escribir una columna semanal en su blog www.madresinsumisas.com.

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3 comentarios

  1. Marga…

    He reído tanto con tu relato, pero sobre todo me ha encantado tu travesura o rebeldía hacia tu abuela… La genialidad de los niños es lo más simple, caray, qué costumbre tenemos ya de adultos el complicar todo ¿no?
    La iglesia y todos los que se tragan sus argumentos sin siquiera digerirlos, son los que más se complican y a su vez complican la espiritualidad más honesta.
    He disfrutado mucho el leerte de nuevo. Te mando un gran abrazo!!

  2. Excelente relato, señora Britto. A muchos nos ronda en la cabeza esa mitología religiosa, afianzada por el catecismo del padre Astete ( de mi tiempo no del suyo), donde se nos inculcó una palabra difícil de pronunciar pero obligatoria de creer:»la infalibilidad del Papa» que en cuestiones de fe, «nunca se equivocaba»

    1. Mil gracias por leernos y por sus amables comentarios. Una de las situaciones más fascinantes (para mí) que se dan en este contexto de «infalibilidad del Papa», es el poco éxito que se alcanza cuando alguien trata de hacer entender a algunas personas que el Vaticano es un ESTADO y el Papa es la cabeza de ese Estado, y como todos los Estados, imperfecto y falible.

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