La polémica está servida. La famosa “ley Sinde”, que promueve el cierre de páginas web que vulneran el derecho a la propiedad intelectual, se ha debatido esta semana en el Congreso español, con bastante poco éxito. Los diputados no han aceptado la norma. Curiosamente, ni siquiera han servido las presiones que, al parecer, Estados Unidos ha realizado al respecto.
El asunto es bastante controversial. En general, cuando tenemos que pagar por la cultura, surgen la ambigüedad, la disparidad de opiniones y la polémica.
Sin embargo, con esta ley se está debatiendo también otro asunto: el del enriquecimiento de las grandes compañías discográficas, cinematográficas y otras tantas “áficas” que planean por el mundo cultural como intermediarios.
Me pregunto si nuestra sociedad está dispuesta realmente a pagar por la cultura, o considera que debe ser un bien “gratuito”. Escuchamos a los partidarios de la piratería, decir que la cultura es de todos y que todos debemos tener acceso a ella, independientemente de nuestra condición social.
Efectivamente, todos debemos tener acceso a la cultura, igual que todos deberíamos tener acceso a la comida; sin embargo, a nadie se le ocurre ir a una panadería y no pagar por una barra de pan.
Si actuásemos así, justamente estaríamos provocando que el pan dejase de fabricarse, porque el panadero también necesita recursos para sobrevivir.
Estamos acostumbrados a pagar por los bienes tangibles y aquí no tenemoss dudas.
Somos capaces de pagar cien euros por una buena cena, por un pantalón vaquero que nos haga un cuerpo estupendo o incluso por absorber humo de tabaco durante todo un mes; sin embargo, cuando nos plantean la posibilidad de pagar por aquello que no vemos ni tocamos, las opciones se reducen.
Es más, en algunos casos, al menos en España, al arte se le considera un “hobby”, y se espera que el creador realice un trabajo “de verdad” para poder vivir y que en su tiempo libre, si quiere, escriba, pinte, o haga lo que le venga en gana.
En cierto modo, creo que el asunto se remonta a la necesidad interior del ser humano de hacer determinadas tareas. Todos nacemos con una serie de aptitudes naturales, que nos favorecen la realización de ciertos trabajos. Sin embargo, la forma de vida actual nos ha llevado a que los impulsos esenciales se vean relegados y reemplazados por oficios “con futuro”, “prácticos”.
De esta forma, hemos dejado de escuchar a esa voz interna que nos dice que hagamos lo que nos produce más felicidad, para escuchar la voz externa que nos dice que hagamos lo que tenemos que hacer, para así obtener más ingresos económicos. Y en la costumbre de dejar de escucharnos, aparece la costumbre de pagar sólo por lo que hemos decidido entre todos que es “trabajo”.
¿La creación artística es trabajo?
Al parecer, para muchas personas, como ya hemos dicho, aún no lo es. La palabra “trabajo” ha adquirido un tinte desgraciado. El trabajo ha de ser tedioso, costoso, sufrido y tipificado en tiempo y forma. Lo que se sale de estas normas, pierde su condición laboral. Al pasar a producir un disfrute, a pesar de todo el esfuerzo que lleva implícito, este trabajo inmediatamente se transforma en afición y pierde por tanto su valor económico.
Sin embargo, la sociedad moderna vive pensando siempre en qué sería de su vida si se dedicase a otra cosa, y es justamente esta grieta entre la realidad y el sueño truncado, lo que nos produce estos datos desmesurados de ansiedad y depresión.
Y ahora me pregunto: ¿en qué invertimos el dinero que obtenemos con este tipo de sufrido trabajo? Lo invertimos en los recibos de la luz, el gas, la hipoteca, el préstamo del coche, la tele de plasma, la wii, el vaquero de moda, la factura del supermercado… etc.
Es decir, el porcentaje más importante de nuestros sueldos, queda invertido automáticamente en las grandes compañías que después nos deslumbran con sus astronómicos beneficios de fin de trimestre.
¿Para qué?
Para tener una vida digna, decimos, para vivir cómodamente. Pero vivir “cómodamente” implica trabajar mucho para poder pagar todas nuestras deudas. Personalmente, no me resulta muy cómodo. Y es que todos estos gastos los hemos asumido como “necesarios”, “ineludibles”.
No nos planteamos rebelarnos contra estas compañías, pero sí lo hacemos contra las que promueven la cultura, porque ésta es secundaria, mientras que la televisión de plasma, la wii, la play, la propiedad de la vivienda y el BMW son totalmente prioritarios.
¿Y a qué nos lleva la estructura de nuestras inversiones?
Nos lleva al consumo, a la explotación de los recursos y a una situación como la que ahora nos acontece: un sistema económico roto al que intentamos llenar de parches para seguir manteniendo nuestro ritmo de vida actual.
Un sistema económico roto que se ha olvidado de que habitamos en un planeta finito, con recursos limitados, al que explotamos como si éstos fueran inagotables, pensando únicamente en nuestra pequeña parcela vital rodeada de comodidades (esto, los afortunados que vivimos en el primer mundo). Y seguimos sin darnos cuenta de que el sistema, (por suerte para la Tierra, que de seguir así terminaría por agotarse), está roto.
¿En qué invertir entonces nuestro dinero? ¿Qué hacer entonces?
¿Qué sucedería si dejáramos de dedicarnos a lo que se supone que nos va a producir dinero, para dedicarnos a lo que se supone que nos va a producir felicidad? ¿No tendríamos una sociedad menos ansiosa, menos deprimida? ¿No tendríamos una sociedad más apta para evolucionar intelectualmente?
Ahora mismo, esta posibilidad la consideramos utópica, porque nos movemos por un valor común: el precio. Cambiamos de trabajo allá donde nos paguen más, compramos allá donde es más barato, entramos en el Banco que nos ofrece un mayor interés… la lista es interminable, y siempre lleva el precio como principal etiqueta.
Nos olvidamos que detrás de los precios, detrás de los números, están las personas, con sus esfuerzos, con sus trabajos…
Hemos aprendido a concentrar toda nuestra atención en el objeto que adquirimos y no vemos que en él exista nada más que lo evidente: la forma, el contenido y, sobre todo, el precio. Si existen personas que han trabajado sin descanso para fabricarlo, no sólo no nos importa, es que ni siquiera nos paramos a pensarlo.
De este modo, tanto los bienes tangibles como intangibles pasan a deshumanizarse. El primer paso para recuperar la “cordura natural” que llevamos impresa en el ADN a través de las aptitudes humanas para cada tarea, es volver a valorar las cosas en toda su dimensión y no únicamente por lo visible.
Detrás del trabajo de un artista existe un enorme esfuerzo, una gran dedicación y un deseo de hacer feliz a aquellos que contemplen su obra. La cultura es trabajo y de eso no debe cabernos ninguna duda. En consecuencia es sumamente importante que aprendamos a valorarlo, y eso incluye también el aporte económico al sector.
Si esperamos una sociedad más consumista, individualista y egoísta, tendremos que seguir como hasta ahora, dándole más valor al precio.
Si esperamos una sociedad mejor amueblada intelectualmente, con una mayor conciencia de dónde se encuentra, con una mayor responsabilidad con aquellos que nos rodean, tendremos entonces que iniciar el giro a invertir en otro tipo de “bienes” que hoy relegamos al producto de aficiones y que son justamente los que más aportan a nuestra educación. Invertir en cultura es invertir en la humanidad de las personas.
No estoy de acuerdo con la “ley Sinde”, porque creo que la prohibición no genera conciencia, sino rechazo, y este caso es absolutamente una cuestión de conciencia, de que aprendamos a valorar las cosas en su justa medida.
Opino que sería más favorable para todos asignar pequeñas cuotas accesibles para poder descargar lo que ya es inevitable que circule por la red. Pagar un euro por bajarse una película, puede suponer muy poco para el consumidor y mucho para el creador.
Es posible que, de esta forma, se masificase el acceso a la cultura, al tiempo que se crease conciencia de que, aunque sea poco, algo tenemos que aportar para que los artistas puedan continuar haciéndonos sonreír, llorar, ilusionarnos o cultivándonos con sus enseñanzas.
La cultura puede ser el nuevo motor del nuevo siglo, porque trabaja para el enriquecimiento de todos a través del bienestar emocional, y no para el enriquecimiento de unos pocos, como lo hace el precio.
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