“I shut my eyes and all the world drops dead;
I lift my lids and all is born again.
(I think I made you up inside my head.)”
—Sylvia Plath
Se despertó más temprano que de costumbre. A las 3:32. Lo normal era que lo hiciera entre las 6:30 y las 7. La despertó un ruido que en ese instante tumultuoso del amanecer no supo distinguir qué era. El ruido había sido momentáneo. Desapareció justo cuando ella abrió los ojos sobresaltados. Trató de pensar qué había sido y de dónde provenía. Lo único que consiguió fue perder por completo el sueño. Cerró los ojos, dio varias vueltas en la cama, tratando de acomodar las almohadas, metió la cabeza debajo de las cobijas. Abrió los ojos y notó que la oscuridad era más densa y sintió miedo. Retiró rápido las cobijas de la cara, pero la oscuridad seguía ahí. Se quedó quieta por un momento, esperando, pensando en que quizá iba a volver a escuchar el ruido. Esperó un poco más con las cobijas agarradas entre las manos. Dudó sobre lo que tenía que hacer. Acaso lo mejor era apaciguarse, relajarse, extender el cuerpo y no hacer absolutamente nada. Dejar que los minutos pasaran. Las horas. Levantarse a la hora de costumbre. Probó esta estrategia y sintió subirle la impaciencia. Estiró la mano hasta encontrar el interruptor de la lámpara y la encendió. Cerró los ojos heridos por el relámpago de luz y pudo percibir la claridad mortecina a través del temblor de los párpados. Dejó que se acomodara la luz, espaciada, silenciosa en su cuarto y abrió los ojos otra vez. Miró a su alrededor y todos los objetos le parecieron extraños. Como si no se encontrara en su propia habitación sino en un espacio ajeno. En lo que podía recordar, era la primera vez que le ocurría algo semejante. Se acomodó un poco en la cama hasta quedar casi sentada, recostada la espalda contra las almohadas. Al principio pensó que esto era normal. Venía del mundo del sueño y esta era una prolongación del sueño. Nada más. De modo que miró despacio cada mueble, cada cosa, intentando reconocerlos. Pero fue inútil. Nada le parecía conocido. ¿De dónde había salido ese armario azul con paisajes de invierno pintados en sus dos puertas? ¿Y el sillón, tapizado con un canvas manchado de lo parecían las patas sucias de un perro o de algún otro animal que se había revolcado —o combatido— a su antojo sobre el asiento, los brazos, el espaldar? ¿Y esa lámpara desproporcionadamente grande, tan fuera de lugar, tan mal colocada al borde de la ventana cerrada? ¿Y todos los objetos, cuadros, bolsos, anillos, zapatos, ramas sin vida dentro de un jarrón al que no se le cambiaba el agua desde nunca?
Sonó de pronto, inesperado, el teléfono de mesa y el sonido se le antojó idéntico al ruido que la había despertado. Alzó el auricular y dijo: “¿Sí?”, ansiosa, como si dijera, “¿No?”, un no de incredulidad, de sentir que estaba todavía dentro de un sueño pero con la certeza de estar despierta, terrible, peligrosamente despierta. No escuchó a nadie al otro lado y dijo, “¿Hola?”. Decidió colgar, sintiéndose confundida de si en realidad el teléfono había sonado o había sido solo su imaginación. Al momento el aparato volvió a sonar. Lo dejó sonar tres veces y lo levantó sin decir ninguna palabra. Esta vez escuchó la voz sosegada pero autoritaria de un hombre.
—Soy su vecino del frente. Estoy mirando por la ventana de mi cuarto y veo que desde hace rato hay dos hombres frente a su puerta. Como nunca los había visto, pienso que también son desconocidos para usted, le dijo.
La mujer le dijo: —¿Mi vecino? ¿Del frente de mi casa? No nos conocemos, ¿verdad?
—Eso no importa ahora, le dijo la voz. Lo que importa es que usted está en peligro. ¿Quiere usted que yo haga algo?
La mujer vaciló por un momento.
—¿Cómo se llama usted?, dijo.
—¿De verdad eso importa? ¿Qué más da que me llame Oscar u Octavio? Usted corre peligro. ¿Tiene un arma?
—Voy a llamar a la policía, dijo la mujer.
—Ya es demasiado tarde, le replicó el hombre. ¿No escucha que los hombres han empezado a forzar la puerta de la calle?
La mujer se quedó quieta, en silencio. No escuchó nada. Apenas el distante chirrido de lo que le pareció una bandada de grillos. El hombre insistió:
—Uno de ellos tiene una barra corta en las manos.
Oyó ahora un golpe que sin duda era idéntico al que la había despertado. Dejó de pensar y se levantó de un salto corriendo hacia la ventana queriendo escapar por allí. Luego le pareció que todo era absurdo. Se detuvo y observó que la lámpara enorme al lado de la ventana no tenía ningún cable que la conectara a la electricidad. Miró hacia el interior de la lámpara y vio que era un hongo vivo, lleno de laceraciones, como heridas de cuchillo recién hechas en una carne blanquecina y sin sangre. Corrió con un solo manotazo desesperado las cortinas y pudo ver la casa de enfrente, iluminada tenuamente por el alumbrado de la calle, pero no vio ninguna luz en el interior de la casa. Aguzó la vista para tratar de ver si el vecino que la llamaba estaba en alguna de las ventanas. No vio nada. Todo estaba oscuro y las cortinas herméticamente cerradas. Con manos temblorosas empujó el pistillo de su ventana y abrió sus dos hojas de madera y cristal justo en el momento en que oyó que la puerta de la calle también se abría. Vestida con su pijama de mangas cortas, la mujer saltó por la ventana. Al pisar la tierra sintió que era demasiado blanda para sostener su cuerpo. Quiso correr pero a cada paso que daba los pies se le hundían más en una masa arcillosa y pesada. Pensó en volver a entrar por la ventana y al intentar hacerlo vio a un hombre desconocido que entraba en su habitación. El hombre, con una barra corta en la mano, la vio y corrió amenazante hacia la ventana. Ella dio un grito que hizo oscurecer todo y despertó. O por lo menos creyó que despertaba.