¿Deben ser las vacunas obligatorias para todos? Esa pregunta le ha dado la vuelta a mi cabeza desde un cafecito muy intenso que me obligó a detenerme a cuestionar nuestra respuesta humana a la pandemia. Mi brazo ha recibido ya tres pinchazos y me he librado del contagio a pesar de la constante y arriesgada exposición que nos da la profesión. Me siento, dentro de todo, segura y protegida. Sé que no estoy blindada, pero me da tranquilidad saber que he hecho lo que puedo para protegerme y cuidar a los míos.
Otros no piensan así. Han tomado la decisión consciente de no vacunarse. Algunos consideran que la inmunidad que les dio el contagio sería suficiente o le cuelgan a los demás la responsabilidad de cuidarlos. Consideran que si el resto del mundo está protegido, no tendrían nada qué temer. Lo respeto.
El problema surge, pienso, cuando llega la imposición: la de vacunarse o no; la de elegir sobre el cuerpo de alguien más o sus creencias; la de mandar de manera arbitraria el destino de otros desde nuestra perspectiva y privilegios. Y aquí es donde no sé qué sentir. Lo confieso. Quisiera apostarle al sentido común, pero, bueno, no lo encuentro.
También me genera sentimientos encontrados saber a quiénes sí se le impone un mandato y a quiénes no; decisión que se toma siempre el que está en la posición de mayor privilegio. Por ejemplo, Estados Unidos. No le ordenó a sus ciudadanos ni el aislamiento ni la vacunación, tampoco las pruebas anticovid de rutina, pero sí lo hace con los migrantes que llegan o se quieren quedar en el país. Libertades para uno, obligaciones para otros, dependiendo del lado del cerco en el que estén parados. Y yo también soy migrante.
Para recorrer el camino a la ciudadanía, en Estados Unidos tienes que presentar tu cartilla de vacunación. Sí, es un hecho, el estado migratorio depende de las inmunizaciones que recibiste desde niño y los que te obligan a ponerte de adulto. Ahora, la vacuna contra el covid es parte de los requisitos. No es una novedad, pero es una situación que crea un abismo entre los que sí y los que no; los que nacieron en esta tierra y los que quieren echar raíces en ellas.
Estados Unidos es uno de los países con mejor acceso a la vacuna en el mundo y aquí los residentes pueden escoger cuál quieren, en dónde la quieren y cuando. Hay dosis para ponerles refuerzo y hasta el tercer pinchazo casi para todos. También hay pruebas de todos los tipos gratuitos para la población en general. La prevención y el tratamiento no es un sueño, es una opción. No en todo el mundo es así; de hecho, casi en ningún otro país hay tantos lujos médicos en una pandemia. Pero esto abre la puerta a que con mayor acceso, más alto el grado de escepticismo. Si es para todos, ¡algo malo tendrá!, piensan.
El problema surge del cúmulo de teorías de conspiración que se propagan en la red tan rápido como el virus en el cuerpo. Entran camufladas como verdades irrefutables de una ciencia manipulada para confirmar casi cualquier hipótesis, por más descabellada que sea. Parecen ciertas y nos las creemos, porque tenemos ganas y necesidad de poner la fe en algo. Y eso es muy peligroso, ¡ah qué tanto!
Confieso que yo tampoco creía mucho al principio. Pensé que todo era una exageración y que era cuestión de días antes de volver a la normalidad. Pero ahora apenas distingo que era lo de antes o cómo es el hoy. Le he visto el rostro al coronavirus y me ha rozado la muerte. Yo elijo de manera consciente e informada vacunarme; pero defiendo también la libertad de decisión.