Vivir en la llamada “provincia” mexicana es como desarrollarse en un rancho grande. Por más poblada que esté una ciudad del interior del país, su velocidad de desarrollo ha sido tal que dejando de lado los tiempos de desplazamiento – siempre relacionados con nuestras deficientes estructuras de comunicación – la convivencia y las relaciones sociales se mueven en el terreno de los vínculos cerrados. Como en una gran familia.
Llegar a la Ciudad de México no sólo me ha implicado asentarme en una megalópolis que parece no tener fin hacia todos los puntos cardinales, sino pasar de la vivienda individual a la colectiva.
Dejar atrás la ciudad horizontal para llegar a la ciudad vertical en donde a cada metro cuadrado hay que sacarle el mayor provecho.
El edificio es una isla. Cubre la totalidad de la pequeña manzana rodeada sólo de calles.
Veintitrés departamentos, tres restaurantes y una mueblería, unidos una estructura de concreto, acero y cristal.
El bien común se amplifica y las responsabilidades aumentan. El compromiso trasciende no sólo al espacio compartido sino a la propia colonia.
Vivir en un noveno piso tiene como todo en la vida ventajas y desventajas. El edificio es de los años sesenta aproximadamente y para hacerme sentir bien, me dicen que el sistema de cimentación es similar al de la Torre Latinoamericana, así que no debo preocuparme por los sismos. ¿Me debo sentir aliviado?
Ser provinciano y recién llegado a un edificio te convierte por unos días en el centro de atención y más cuando vienes de un estado norteño.
– ¿Usted es de Sinaloa verdad?,– te preguntan la obviedad.
– ¿Por las placas de mi coche?
– No, yo decía por el acento.
– ¿Cómo? ¿En serio? ¿Se me nota el acento norteño?
– Sí, usted habla raro, no como los de aquí. – Me hubiera gustado preguntarle como hablan los de aquí, pero no me atreví.
Por supuesto mis vecinos esperan ver a alguien con cinto y botas “piteadas” hablando golpeado y en el extremo tal vez traer cadenas de oro y pinta de narco.
– Está feo por allá ¿verdad?, – preguntan con la seguridad de quienes saben de lo que hablan.
– ¿En qué sentido me lo dice?
– Pues sí, con eso del narco y las matanzas.
– Bueno, uno ya está acostumbrado. Lo del narco no es nuevo para nosotros. Desde que tengo uso de razón existe y hasta pienso que antes estaba peor que ahora.
– ¿En serio?
Darle muchas vueltas al asunto no lleva a ninguna parte, así que es preferible cambiar de tema al instante.
La cuestión de la homosexualidad tiene matices diferentes porque se respira un ambiente más abierto y de mayor tolerancia, aunque sigue siendo difícil de abordar.
– Entonces usted y… – no saben cómo preguntar.
– Aha. – esperar de mi parte a que se atreva.
– Viven juntos y… – y no encontrar como destrabarla.
– Aha. – digo con una leve sonrisa generar la confianza.
– Y… – al final no se atreven.
Los porteros son todos unos personajes como salidos de una historieta y el nuestro no se queda atrás viviendo con su esposa y sus cinco hijos en la pequeña vivienda que tiene asignada en el edificio.
– Don Ricardo buenos días. – Eso del Don, ¿es porque me veo muy viejo?
El problema es que no ubico a la mayoría de mis vecinos y menos el departamento donde viven.
Vivo en la distracción total cuando salgo del edificio, manteniendo siempre las buenas costumbres del saludo, pero en automático y a gran velocidad la mayoría de las veces.
Y es que eso de los chismes no es lo mío y mucho menos cuando uno lo que quiere es llegar pronto a su destino.
– Hola ¿cómo está? – Me intercepta alguien en el vestíbulo.
– Bien, ¿y usted? – Contesto mientras avanzo a la salida sin estar seguro de quien me saluda.
– Oye si te… ciao. – Demasiado tarde, ya estoy con la puerta abierta.
– ¡Buen día! – Extiendo la mano en señal de despedida mientras cierro.
Aunque he de confesar que el edificio está en calma la mayoría de las veces y llama la atención que en ocasiones parezca que nadie vive aquí.
De los pocos vecinos que conozco está la señora de edad avanzada que vive con sus tres nietos, los cuales parecen estar todo el día metidos en su departamento.
Me pregunto si no serán sus hijos a pesar de la gran diferencia de edad.
– Qué calor hace hoy, ¿verdad? – Es la típica señora que te hace el mismo comentario o pregunta cada vez que te ve.
Me recuerda mucho a la abuela Yetta de The Nanny.
Está el vecino colombiano, que algunos dicen que es venezolano, del cual nadie sabe a qué se dedica y que acaba de modificar su departamento porque llegó a vivir con él un amigo que viene del norte del país, el cual entra y sale con una maleta de viaje por lo menos una vez a la semana.
– Usted Ricardo, ¿no tendrá un martillo que me preste? – Esa manera tan peculiar de hablar de los colombianos, donde el tuteo es al revés.
Lo que me incomoda un poco de él es que siempre está viendo la ropa que traigo puesta. ¿Acaso vende ropa?
Hay un chico que parece un clon de carne y hueso de Frozone de Los Increíbles, quien siempre está vestido de manera impecable y parece portar un guardarropa que en apariencia vale varios miles de pesos.
– Hola, vecino, – nunca pasa de las dos palabras.
El detalle es que siempre me lo encuentro en el ascensor con una pareja diferente.
Están los educados ancianos que viven con su hija quedada.
– Buena tarde, – saludo yo en general.
– Buenas tardes, – contestan ellos mientras su hija mantiene la cabeza agachada con señal de desagrado.
No hay más que decir. Si a ella me la encuentro sola nunca contesta y termina siendo incómodo para ambos.
Y Dora la administradora, a quien no le para la boca.
– Hola Ricardo como estás, como marcha todo, todo bien, no han tenido problemas verdad, gusto en saludarte, cuídate mucho, adiós. – No sé cómo le hace para hilar tantas frases al mismo tiempo y no dejarme contestar.
Ella vive con sus tres hijos y tiene una pequeña perra.
Hay otra Dora, cuyo oficio desconozco pero que, comentan, tiene el don de comunicarse con Jesucristo.
– Hola hola, ¿cómo está?, – ¿la verdad? es tétrica su manera de saludar a pesar de su apariencia de dulce viejita.
– Bien Dora ¿y usted? – A ella es a la que menos me gustaría hacerle plática.
– Bien, bien, bien, – parece que se traba mientras me mira fijamente a los ojos como analizándome.
Vive sola y parece ser que es la encargada de “radio pasillo” en el edificio.
Ceci y Carlos, son como los tíos adoptivos del edificio, y su departamento parece un museo de antigüedades.
– Hola Richard. – No sé por qué mi nombre en inglés de parte de ella. ¿Será porque es cubana?
– ¡Qué onda mi Richarrrrrr! – Bueno, él también lo dice en inglés, aunque sea mexicano.
– Espero vayan pronto a tomar un cafecito a la casa, tengo uno buenísimo, – la invitación de siempre.
– No insistas Cecilia, los vas a atosigar con tanta invitación, déjalos, déjalos.
– Hay Carlos ya cállate, tu siempre metiéndote en mis conversaciones.
Termino por despedirme de la mejor manera y dejarlos discutir a ellos solos.
También hay extranjeros. Ubico a una francesa que parece nunca bañarse y cuyo nombre desconozco pero que es famosa porque tiene fiestas en su departamento, y un alemán que siempre anda de pantalones cortos y al cual por más intentos que hago de saludarlo, no le saco una sola palabra, tal vez porque no ha aprendido a saludar en español.
Del resto me confundo porque parece que siempre los veo diferentes y no sé si de verdad no los conocía o de plano sólo cambiaron de imagen y no los reconozco.
Yo también me convierto en un signo de interrogación para la mayoría de ellos.
Mientras continúo en mi mundo disperso poco a poco me adapto a la vida colectiva de mi edificio, con más confianza y una mayor solidaridad.
Soy feliz en mi piso, pero de vez en cuando extraño vivir con un patio y a ras de suelo, pero las vistas increíbles que tengo de la ciudad me hacen olvidar de inmediato esos pequeños detalles.
Lo único que me hace falta es que tiemble. Espero pase mucho tiempo.