Desde que lanzó su candidatura, Donald Trump basó su campaña en cultivar la división y la hostilidad entre la población. Montado en esos dos pilares fue como ganó las elecciones y desde entonces mantiene al país en vilo. Conserva a un sector – los blancos, la clase media baja, la gente de los pueblos chicos o el campo, la gente de baja educación, los ignorantes – fanáticamente a su lado.
Trump no fue el originario del racismo, la división y la hostilidad, pero sí su resultado a ultranza y el catalizador de que el racismo levantase su fea cabeza. Y que la discriminación y la violencia se hagan convencionales en los últimos dos años. Más, en la era del coronavirus.
Racismo institucional
La crisis del coronavirus tampoco originó el racismo pero contribuye a legitimizarlo, a mezclarlo con los temores propios de la pandemia y su reguero de contagios y muertos.
Ninguna circunstancia, sin embargo, puede justificar las expresiones de racismo institucional. Entre ellas, la indiferencia a la suerte de los trabajadores de las plantas de procesamiento de carne en varios estados, casi todos latinos o afroamericanos, que han enfermado por miles y a quienes el gobierno por decreto obliga a seguir trabajando.
Una vez más, son los negros y los latinos los perjudicados. Incluso con las medidas de distanciamiento social, la mayor cantidad de multas o uso excesivo de la fuerza por parte de las policías se da en las minorías étnicas.
De todos, resalta por su crueldad e indiferencia, y por ser emblemático, el asesinato de Ahmaud Arbery, el 23 de febrero.
Este joven afroamericano de 25 años estaba trotando su jogging en un suburbio de Brunswick, Georgia, inerme e inofensivo, cuando fue asediado y asesinado por dos hombres blancos.
Pasaron 73 días
Dos procuradores de distrito – para quien uno de los implicados trabajó en el pasado como agente de policía e investigador – desestimaron el caso y uno de ellos ordenó a la policía que no investigase. Ambos se recusaron posteriormente. Se lavaron las manos.
El reporte policial tuvo, asombrosamente, un solo testigo: el presunto asesino, descrito como transeúnte y entrevistado por teléfono. No buscaron testigos oculares, o circunstanciales. Ni más información que la que pudiese convertir a la víctima en un sujeto peligroso, un ladrón en potencia, un familiar de más ladrones, un hombre malo cuya muerte en consecuencia es, para los racistas, algo positivo.
Pasaron 73 días hasta que la difusión masiva, el 5 de mayo, de un video casero, con claras evidencias de la naturaleza criminal del acto obligase a que se retomara la investigación. El video es determinante. Además, no se halló ni alcohol ni drogas en el cuerpo de Arbery.
Los sospechosos y quienes los defienden rechazan toda responsabilidad y acusan a la víctima de haber entrado ilegalmente a un sitio de construcción, lo que el dueño del mismo niega. Pero no existe ninguna situación en la que esta muerte se justifique, ni razón para que alguien sea perseguido y muerto por ciudadanos privados.
El poder del video
Sin video, no hubiera cambiado nada. Igual que, hace muchos atrás, el caso de Rodney King en Los Ángeles, cuando fue golpeado salvajemente por agentes politicales. Dos días después de la publicación del video en Youtube, los sospechosos fueron arrestados y acusados de asesinato.
Incluso ahora parecen existir elementos en el poder que tratan de sabotear la justicia. Al punto que el procurador del estado tuvo que pedir esta semana la investigación del departamento federal de Justicia.
En última instancia, Arbery fue asesinado por ser negro.
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