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Arde Los Ángeles

11,802 acres en Pacific Palisades; 10,600 acres en Eaton. Quemados. 

Y eso que todavía no contamos los heridos y los muertos. 

Dice la policía, o los bomberos, pasando revista a la serie de incendios que destruyen Los Ángeles, que han destruido “mil estructuras”. 

Pero no son estructuras. Ni siquiera son casas, son hogares. Homes. Son negocios, oficinas. 

Calles enteras han desaparecido detrás de esa niebla espesa, oscura, que nos deja jadeando, ese humo acre y nocivo. 

El incendio de Los Ángeles nos ha tenido con el corazón de un hilo, buscando el boletín de noticias más exacto, más reciente. Golpeamos el control remoto de una estación a otra y en todas vemos lo mismo: reporteros con máscaras y antifaces e impermeables amarillos que le hablan al cámara desde muy cerca, jadeando, llenos de horror acercándose lo más que pueden a las casas.

Todos repiten sin saberlo la misma frase: jamás he visto algo así. Y eso que soy un reportero veterano de desastres. Así dicen.

Ayer a la noche decidimos estar listos para dejar la casa. Preparamos dos mochilas y una bolsa con las pertenencias de los perros, con comida para tres días. Dormimos como en el ejército: semivestidos. 

Las casas arden; las llamas abrasan comedores, cocinas, patios, muebles, techos.

Las casas también humean, y la ciudad levanta una columna de humo negro como la que guío a los hijos de Israel en el desierto, pero esta no guía a ninguna parte, más que a la destrucción y el ostracismo. 

Algunos vecinos desesperados riegan esos techos con una manguerita y lo seguirán haciendo aunque ya les dijeron que eso no sirve, porque hasta que las llaman lleguen el techo estará nuevamente seco. 

¿Qué es lo más terrible? Las ascuas, los embers. Son los bichitos de luz del infierno. Miles de chispas que el viento traslada de casa en casa, sentenciando una calle entera a la desaparición. Son los mensajeros de la destrucción. Son innumerables. 

A medida que transcurre la tarde nos enteramos de amigos que perdieron sus casas, que tuvieron que evacuar. 

Uno lo confirma en un mensaje de texto de dos palabras y luego ya no contesta: es que en el apuro no tenía pilas para cargar los teléfonos y ya no pudo comunicarse. Salvó la vida: en su barrio han muerto al menos dos. ¿Y la casa, amigo? Se fue. Ya no está. 

Una amiga vivía en Pasadena, en una casa pequeña que había compartido con su esposa e hijo, pintoresca, única, con un patio enorme y dos árboles gigantescos que eran el amor de su vida. A las cinco de la mañana la vinieron a buscar para que abandonara el hogar. 

A una compañera de trabajo de mi esposa le dieron diez minutos para salir, con dos hijas, madre, suegra, un perro y un gato. 

¿Adónde van? Hay centros para estos refugiados. Quien puede va a un hotel. Quien tiene va a la casa de familiares, especialmente los latinos, que mantienen lazos más estrechos que otros. Los desastres despiertan la generosidad. 

Cerca de mi casa estalló el incendio Woodley, por el nombre de la calle que la cruza, en Lake Balboa, en el parque natural que constituye el pulmón del Valle de San Fernando. Creció rápidamente, porque está todo seco, no llueve, pero lo ahogaron y apagaron rápido, no pasó de los 75 acres.  

¿Qué más es lo más terrible también? Que en los barrios que están en las alturas se ha agotado el agua de los hidrantes. 

¿Qué me da esperanza? Ver un puntito que se va agrandando en la imagen y que de pronto tiene rotor y cola y hace un ruido como de helicóptero, y sí, son los helicópteros de los bomberos que comienzan a bombardear al fuego después de casi un día sin poder volar por los vientos huracanados de hasta 150 kilómetros por hora. 

Los hidrantes se secaron mientras el barrio de Pacific Palisades ardía. Y las casas sucumbieron una tras otra: casas de lujo que están en el mercado por hasta 50 millones de dólares. También las del incendio Eaton son similares. Han caído especialmente las casas caras, porque son las que se alejan de la urbe sin dejarla, porque están rodeadas de vegetación virgen. Porque allí todavía hemos visto ciervos, y osos, y animales salvajes peligrosos que se acercam por hambre y no se acercan por miedo.  

¿Y ahora? ¿Qué hacer? 

 

Autor

  • Fundador y co-editor de HispanicLA. Editor en jefe del diario La Opinión en Los Ángeles hasta enero de 2021 y su actual Editor Emérito. Nació en Buenos Aires, Argentina, vivió en Israel y reside en Los Ángeles, California. Es periodista, bloguero, poeta, novelista y cuentista. Fue director editorial de Huffington Post Voces entre 2011 y 2014 y editor de noticias, también para La Opinión. Anteriormente, corresponsal de radio. -- Founder and co-editor of HispanicLA. Editor-in-chief of the newspaper La Opinión in Los Angeles until January 2021 and Editor Emeritus since then. Born in Buenos Aires, Argentina, lived in Israel and resides in Los Angeles, California. Journalist, blogger, poet, novelist and short story writer. He was editorial director of Huffington Post Voces between 2011 and 2014 and news editor, also for La Opinión. Previously, he was a radio correspondent.

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