Arde Los Ángeles
Hasta el día de hoy, 21,317 acres en el Incendio Palisades ; 13,956 acres en el Incendio Eaton. Quemados.
Y eso que todavía no contamos a los muertos. Dicen que son 11, pero también que son cifras preliminares, que hay cuerpos debajo de los escombros. Ayer eran cinco.
Dice la policía, o los bomberos, pasando revista a la serie de incendios que destruyen Los Ángeles, que han destruido “diez mil estructuras”. Anteayer, en la conferencia de prensa, habían dicho «mil». Es que no saben.
Pero no son estructuras. Ni siquiera son casas, son hogares. Homes. Son negocios, oficinas.
Calles enteras han desaparecido detrás de esa niebla espesa, oscura, que nos deja jadeando, ese humo acre y nocivo y maldito.
El incendio de Los Ángeles nos ha tenido con el corazón de un hilo, buscando el boletín de noticias más exacto, más reciente. Golpeamos el control remoto de una estación a otra y en todas vemos lo mismo: reporteros con máscaras y antifaces e impermeables amarillos que le hablan al cámara desde muy cerca, jadeando, llenos de horror acercándose lo más que pueden a las casas. Detrás de los lentes protectores, tienen lágrimas.
Todos repiten sin saberlo la misma frase: jamás he visto algo así. Y eso que soy un reportero veterano de desastres. Así dicen. Siento lo mismo.
Hace un par de noches decidimos estar listos para dejar la casa. Preparamos dos mochilas y una bolsa con las pertenencias de los perros, con comida para tres días. Dormimos como en el ejército: semivestidos. Nos faltaba dormir con los zapatos puestos.
Y justo, ayer, nos sobresalta una alarma chillona en los teléfonos celulares. Prepárense para desalojar, decía. Espere instrucciones. Lléves a sus mascotas, ropa, recuerdos, nada más.
Quince minutos después, otra alarma igual de chillona se disculpa. Fue un error. Disregard, dice, ignoren la orden.
Alrededor nuestro, las casas arden; las llamas abrasan comedores, cocinas, patios, muebles, techos.
También humean, y la ciudad levanta una columna de humo negro como la que guío a los hijos de Israel en el desierto, pero esta no guía a ninguna parte, más que a la destrucción y el ostracismo.
Algunos vecinos desesperados riegan sus techos con una manguerita y lo seguirán haciendo aunque ya les dijeron que eso no sirve, porque hasta que las llaman lleguen el techo estará nuevamente seco. ¡No sirve!
¿Qué es lo más terrible? Que en los barrios que están en las alturas se ha agotado el agua de los hidrantes. Nadie se imaginó tamaña desgracia y las reservas no alcanzaron, y en medio de la vorágine se apagaron las mangueras en Pasadena. Algunos ya han aprovechado para lanzar ataques feroces a los responsables. Son culpables, dicen. ¿Qué importa ahora?
¿Qué más es lo más terrible? Las ascuas, los embers. Son los bichitos de luz del infierno. Miles de chispas que el viento huracanado traslada de casa en casa, sentenciando una calle entera a la desaparición. Son los mensajeros de la destrucción. Son innumerables.
A medida que transcurre la tarde nos enteramos de amigos que perdieron sus casas, que tuvieron que evacuar.
Uno lo confirma en un mensaje de texto de dos palabras y luego ya no contesta: es que en el apuro no tenía pilas para cargar los teléfonos y ya no pudo comunicarse. Salvó la vida: en su barrio han muerto al menos dos. ¿Y la casa, amigo? Se fue. Ya no está.
Una amiga vivía en Pasadena, en una casa pequeña que había compartido con su esposa e hijo, pintoresca, única, con un patio enorme y dos árboles gigantescos que eran el amor de su vida. A las cinco de la mañana la vinieron a buscar para que abandonara el hogar.
A una compañera de trabajo de mi esposa le dieron diez minutos para salir, con dos hijas, madre, suegra, un perro y un gato.
¿Adónde van? Hay centros para estos refugiados. Quien puede va a un hotel. Quien tiene familiares va a sus casas, si lo invitan. Especialmente los latinos, que conservan los lazos de sangre . Los desastres despiertan la generosidad. Un amigo publica un aviso en Facebook ofreciendo un cuarto de su casa a quien lo necesite. Otro más.
Cerca de mi casa estalló el incendio Woodley, por el nombre de la calle que la cruza, en Lake Balboa, en el parque natural que constituye el pulmón del Valle de San Fernando. Creció rápidamente, porque está todo seco, no llueve, pero lo ahogaron y apagaron rápido, no pasó de los 75 acres.
¿Qué me da esperanza? Ver un puntito que se va agrandando en la imagen: ¡es un pájaro! ¡es un avión!, porque de pronto tiene rotor y cola y hace un ruido como de helicóptero, y sí, son los helicópteros de los bomberos que comienzan a bombardear al fuego después de casi un día sin poder volar por los vientos huracanados de hasta 150 kilómetros por hora. Agua mata fuego. El agua no puede arder.
Otros hidrantes se secaron mientras el barrio de Pacific Palisades ardía. Con o sin agua, las casas sucumbieron una tras otra: casas de lujo que están en el mercado por hasta 50 millones de dólares. También las del incendio Eaton son similares. Han caído especialmente las casas caras, porque son las que se alejan de la urbe sin dejarla, porque están rodeadas de vegetación virgen. Porque allí todavía hemos visto ciervos, y osos, y animales salvajes peligrosos que se acercam por hambre y no se acercan por miedo.
¿Y ahora?