Efecto de luna
Cuento y fotografías de Valentin González-Bohórquez
Dormir. Dormir impertinente. Por ahora solo dormir. Y quizá respirar. Pero no demasiado fuerte para que la respiración no lo despierte. Ni siquiera ensoñación, solo sueño. Como un escape, como un abandono, nada más. Con una sola ilusión: que al despertar todo haya cambiado por sí mismo, por arte de magia. Como si el abandono tuviera la fuerza sinérgica capaz de transformar las cosas, o quizás por una vaga noción, nunca pensada lo suficiente como para convertirla en idea, de que el abandono es una forma de confiar al destino que todas las cosas finalmente resultarán bien por sí solas.
Con los ojos entreabiertos, con las pestañas como ralas cortinas grises, se hacía trampa. Se miraba la punta de los pies y se detenía en la imperfección de los dedos. Le parecían cómicos. Siempre había pensado en los pies suyos y en los de los demás como algo cómico, a cuya comicidad no se le prestaba mucha atención, porque quizá resultaba demasiado obvia, y porque era algo de lo que no era necesario hablar, como tampoco se hablaba de los codos o la parte posterior de las orejas, nido frecuente de espinillas y de malos humores. Cerró los ojos con firmeza como quien cierra unas duras persianas metálicas, pero la angustia seguía presente, porque no tenía nada que ver con el exterior, ni las cosas, ni los pies, porque si algo tenían que ver era apenas con la posibilidad que brindaban de una momentánea distracción.
Cambió de posición el cuerpo, buscando que la pesadez se fuera de lado y quizá de esa manera se le desprendiera y se quedara en la cama, separada de él y él pudiera mirarla y decir, “Esta es mi pesadez, mi angustia, pero ya no la tengo pegada a mí”, pensando que tal vez bastara con sacudir las sábanas y las cobijas afuera en el patio y de esa manera desprenderse de una vez para siempre de su agobio. Pero notó que ni se desprendía ni se sentía aliviado. De modo que simplemente se dio la vuelta hasta quedar bocabajo y después de un rato se quedó dormido de verdad.
Cuando uno se duerme todo se duerme, inclusive el dolor. Estar dormido es estar muerto o en otra vida, donde uno ya es otro, con otros horrores, otras pesadillas, otras ganas y otras experiencias. Sergio Vidal prefería estar muerto mientras dormía. Ese era el estado perfecto que buscaba, por lo menos el que buscaba esa tarde en que estaba echado en su cama, solitario, sin otro ruido que el que producía algún vehículo que pasaba de vez en cuando por el frente de su calle tranquila. La calle estaba también muerta y no había otra cosa que él quisiera con más desespero. Tota vita nihil aliud quam ad mortem iter est.
No todas las veces Vidal se dormía de esa manera. Es más, casi siempre su dormir, su dormitar, sus siestas eran instantáneos. Sin resquemores ni turbulencias. El simple dormir porque es hora de dormir, porque el cuerpo lo reclama. No una planificación sino un acción mecánica tras otra. Cansarse de ver la televisión, ir al baño a cepillarse los dientes con esmero, desnudarse, ponerse desodorante, destender la cama, meterse en la cama, leer un libro, cansarse de leer, ponerlo en la mesa de noche, apagar la lámpara, dormirse al cabo de diez a quince minutos después de dar algunas vueltas, como un perro, y despertar por la mañana, más o menos a la hora de costumbre. Preguntarse, “¿Qué hora es?”, y mirar el reloj en la penumbra para estar seguro de que no es demasiado temprano ni demasiado tarde para levantarse e ir al trabajo. Pero más y más a menudo experimentaba esta pesadez que no tenía nada que ver con el dormir o la falta de sueño.
La pesadez venía sin previo aviso. Simplemente ocurría, no importaba la ocupación en la que estuviera entretenido. Podía estar en su oficina de cómputos de la Hughes Network Systems en El Segundo, California. O viendo una película de Bong Joon-ho, por ejemplo, o leyendo un libro (generalmente los malos libros eran más culpables), o tendido en su habitación viendo la televisión mientras Cristina, su mujer, terminaba de revolver la crema de espárragos que comerían antes de dormir, o en un shopping center mirando las vitrinas, o conversando con sus amigos en los viernes de billar. No había escogencia, ni preferencia. De repente, sin saber de dónde ni cómo, sentía la pesadez en su ánima, el espíritu se le abotagaba y todas las cosas comenzaban a flotar en un agua empantanada, gelatinosa, espesa, donde nada importaba, donde todo era desconexión y silencio.
En esos días de luna llena funcionaba como siempre delante de todos. Las mismas acciones repetidas, la misma espontaneidad que todos le reconocían. No cometía ningún desafuero. No se transformaba en un lobo que salía por las noches a desollar doncellas. Aquello hubiera sido quizá demasiado bueno, un caso de criminalidad sicópata que le tornaría en un personaje exquisito para la policía y la prensa. Pero esas no eran sus aspiraciones ni era el caso, de todos modos. La realidad era mucho más llana y cruel. El era su propia víctima y su encierro.
Sergio Vidal hacía todo lo imaginable para escapar de sí mismo en esos días de sombras. Salía a correr bien temprano en la mañana con Adriana, la perra maltesa que le había regalado su mujer. Creía que el cansancio físico y el sudor alivianarían la carga. Luego se duchaba largamente buscando, intrigado, atento, las virtudes sanadoras del agua. Pedía que el desayuno le ayudara a recuperar las calorías perdidas y se lanzaba por el Freeway 105 a un ritmo feroz, como si quisiera matarse, cuando lo que quería era deshacerse del agobio. A lo largo del día funcionaba en la oficina con toda la eficiencia, puntualidad, discreción y tacto que todos le reconocían. Pero dentro de él, lo que menos quería era dar órdenes, ni hablar con la gente, ni escribir los informes, ni hacer llamadas teléfonicas, ni chequear sus emails, ni salir a almorzar.
Lo que quería era llegar a la casa, o la verdad, a cualquier otro lugar privado, y echarse a dormir. Cerrar los ojos, tendido en la cama, o sobre la alfombra de su cuarto y no pensar en nada. En nada. “No pienso, luego no existo”, se hostilizaba. Y quedarse dormido en la posición en que pudiera conciliar el sueño, con una sola ilusión: que al despertar pudiera sentir otra vez que era él mismo, la persona animada, feliz, conversadora, aguda, que acostumbraba conocer su mujer, sus amigos y la gente que trabajaba con él en la oficina. A veces ocurría el milagro. Otras no. Cuando no ocurría al despertar, pasaba el día en un laberinto oscuro, carente de emociones, o estancado en una sola emoción depresiva, obtusa, obsesiva, como un garfio, una medusa, los tentáculos de un escuálido baboso adherido a cada membrana de su cuerpo.
Vidal nunca hizo nada para salir de esta situación. O la verdad sí hizo o intentó hacer algo pero no muy decidido ni muy claro en que pudiera encontrar ayuda. Fue varias veces donde diferentes sicólogos, pero aprendió que ellos no tenían una respuesta (“quizá no sé explicarme”, los justificaba). Uno de los sicólogos le dijo que a él le ocurría lo mismo y le recetó antidepresivos. “Los mismos que yo me tomo”, le dijo. De manera que se resignó a su condición. No buscaba otra cosa que evitar a toda costa que le vinieran esos estados depresivos y se inventó varios ardides, no todos ellos racionales ni eficaces. Pero había hallado que ciertos de ellos le funcionaban, como tratar de cambiar la dirección de sus pensamientos o recuerdos lo más rápido posible, antes de que la pesadez se apoderara de él. Cantar era otra puerta de escape. O irse corriendo y aturdirse. Hasta el día en que la pesadez se apoderó de él y nunca más lo abandonó. Una tarde se echó a dormir, con la vaga ilusión de siempre, de que quizá al despertar se sentiría mejor. No podía dormirse ni bocarriba ni bocabajo. De modo que se acomodó de medio lado, como quien se arrellana contra otro cuerpo, con las piernas y los brazos recogidos. Sintió un alivio repentino, líquido, y los labios arquearon una sonrisa que le iluminó la cara. Luego cerró los ojos y se quedó dormido para siempre.