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La noticia empezó a correr en las redes sociales, en los escasos noticieros de fin de semana, de boca en boca: un hombre disparó contra una multitud en Arizona en su intento por asesinar a la congresista Gabrielle Giffords. Muertos, heridos y caos aparecían en las primeras notas sin que de momento se supiera quién era el atacante.
En situaciones como ésta, tras el impacto inicial y el pesar por las víctimas, a los hispanos que vivimos en Estados Unidos de inmediato nos cruza por la mente un pensamiento: por favor, que esta vez el atacante no sea latino.
En varias ocasiones he comentado este fenómeno con otras personas. Viviendo en una sociedad en la que los latinos hemos sido estereotipados y estigmatizados, cada vez que algo terrible ocurre y el culpable es uno de nosotros, sabemos lo que vendrá a continuación: oleadas de propaganda antiinmigrante responsabilizando a la inmigración ilegal por todas las cosas malas que ocurren en el país; iniciativas de ley que buscan restringir los derechos, e incluso las libertades de la comunidad hispana en aras de la seguridad; discursos de odio y el aumento de la violencia étnica que a duras penas controlamos en situaciones normales.
Cuando descubrimos que el atacante no es latino, respiramos aliviados. Pero cuando además de eso, resulta que de entre el caos y la confusión surge un “héroe” latino, el pecho se nos hincha de orgullo y queremos gritar a los cuatro vientos –a los cuatro mil medios- que uno de los nuestros hizo algo positivo, que nuestra comunidad, ya lo ven, no es tan mala como decían, que nosotros también amamos a este país y contribuimos y aportamos y nos solidarizamos y somos parte de él.
Algo por el estilo ocurrió el domingo pasado, un día después del atentado a Giffords, con el joven Daniel Hernández. Hernández, de 20 años de edad, llevaba cinco días desempeñándose como interno en la oficina de Giffords y estaba en el lugar de los hechos en el momento del ataque. Reaccionando con certeza y precisión, Hernández, quien cuenta con preparación de enfermero asistente, brindó los primeros auxilios a la congresista y su ayuda fue clave para que ésta salvara la vida.
No habían pasado ni 24 horas cuando la noticia corría en internet y en algunas televisoras: joven interno salva la vida de la congresista. Pero en los medios hispanos, el titular fue otro: joven HISPANO salva la vida de la congresista. Una ironía del destino, una bofetada con guante blanco para el estado que impulsó la ley más racista de los últimos tiempos, aseguraron algunos.
Desde luego, existen razones para que reaccionemos así, tanto como las hay para reaccionar de la otra forma cuando el latino, en lugar de ser un héroe, resulta ser un villano. Sin embargo en la búsqueda de la integración de la comunidad hispana al melting pot estadounidense, esto debería ser algo en vías de ser superado. El héroe no es más héroe por ser latino, así como el villano no lo es más por ser anglosajón. La presión racial, el estigma social, nos han obligado a pensar en esos términos cada vez que algo sacude a este país; tal vez una trampa en la que hemos caído y que nos obliga a reproducir el patrón del cual hemos intentado escapar por tantas décadas.
Este miércoles, durante la ceremonia de tributo a las víctimas en Tucson, Arizona, el presidente Barack Obama hizo una mención especial a Daniel Hernández y por más de un minuto un auditorio lleno se puso de pie, le aplaudió, y notables personalidades políticas acudieron a abrazar al joven y a estrechar su mano. No creo que lo hayan hecho porque es latino; pienso que lo hicieron porque Hernández es humano y reaccionó como cualquiera de nosotros lo hubiera hecho: con el instinto y con el corazón. Y hasta donde sé, ninguno de los dos tiene etnia ni color de piel.
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