La figura de Augusto Pinochet sigue despertando repudio, amor, asco y admiración. Cualquier mención de su nombre convierte a cada chileno en una fierecilla en actitud de ataque o defensa. Los juicios y prejuicios son ensombrecidos por el furor, la lealtad y el rencor, obnubilando cualquier tipo de análisis y llevando a establecer rotundos juicios condenatorios o enaltecedores, convirtiendo el razonamiento en sentimiento y éste a su vez en despoblado adjetivo.
Pero, ¿quién podría argumentar razones consensuables para darle un sentido histórico a este período? Pienso que nadie aún.
La intensa subjetividad, la soberbia y el interés personal y grupal son poderosos señores. Hay quienes afirman que incluso el impacto de la Revolución Francesa aún no permite decantar las pasiones. No obstante, y haciendo un arriesgado esfuerzo, bajaré por un momento a Pinochet de su tempestuoso pedestal para insertarlo en una dimensión estrictamente histórica.
Augusto José Ramón Pinochet Ugarte nació en Valparaíso el 25 de noviembre de 1915. Hijo de Augusto Pinochet y Avelina Ugarte. Estudió en el Seminario San Rafael de su ciudad natal, en el Instituto de los Hermanos Maristas de Quillota y en el Colegio de los Padres Franceses de Valparaíso.
En 1933, ingresó en la Escuela Militar de Chile, y tres años más tarde egresó como alférez de infantería, siendo destinado a la Escuela de Infantería y, al año siguiente, al Regimiento Chacabuco (en Concepción).
En 1939, alcanzó la graduación de subteniente y tuvo por nuevo destino el Regimiento Maipo, en Valparaíso. Regresó a la Escuela de Infantería en 1940 y, un año después, con el grado de teniente, pasó a la Escuela Militar. En 1942 contrajo matrimonio con Lucía Hiriart Rodríguez.
En 1945 estuvo destinado en el Regimiento Carampangue, en Iquique, y al año siguiente ascendió a capitán. En 1948, accedió a la Academia de Guerra, siendo destinado a Lota, y un año después reingresó en la Academia. En este período ya hay registros de su carácter severo, particularmente en lo que se refiere al férreo control que ejercía sobre los presos y relegados políticos del gobierno de Gabriel González Videla.
Ascendió a mayor en 1953, siendo asignado al Regimiento Rancagua, en Arica. En 1955, fue designado profesor de la Academia de Guerra. A fines de 1959, pasó al Cuartel General de la I División de Ejército, en Antofagasta. Ya como teniente coronel, en 1960 se hizo cargo en esa ciudad de la comandancia del Regimiento Esmeralda.
En 1963, recibió su nombramiento como subdirector de la Academia de Guerra, y en 1966 alcanzó el grado de coronel. Dos años más tarde, fue nombrado jefe del Estado Mayor de la II División de Ejército, en Santiago; ascendió a general de brigada, y fue nombrado comandante en jefe de la VI División, en Iquique.
Allí se encontraba cuando el presidente del país, Eduardo Frei Montalva, le nombró intendente subrogante de Tarapacá.
En enero de 1971, asumió como general de división, siendo nombrado comandante general de la Guarnición de Ejército de Santiago y, en 1972, jefe del Estado Mayor General del Ejército. El 23 de agosto de 1973, el presidente Allende lo nombró comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, amparado en el consejo del renunciado general Carlos Prats.
De esta forma, llegó a comandar las fuerzas armadas sin mucho bombo ni platillo, precisamente porque su silencio, su aparente mansedumbre y su sentido de acatamiento constitucional, daba suficiente confianza a sus superiores de que no se arrancaría con los tarros, particularmente al general Carlos Prats que fue un claro impulsor de su ascenso.
Pinochet nunca se destacó en nada, nunca discutió una orden ni demostró abierto desdén por nadie. Su mueca socarrona debió ser considerada sólo como un defecto genético. Llegó pronto a la cúspide pues quién sino él podía dar las garantías necesarias para la perdurabilidad democrática.
Los militares termocéfalos, los insidiosos, los caudillistas o problemáticos difícilmente ascienden a un grado importante, y culminan su vida profesional bebiendo whisky y pateando la perra al interior de sus cuarteles. Pero Pinochet, por el contrario, era el niño bueno, el peón perfecto que contendría el jaque mate a la democracia. Un símil pequeño respecto al alivio generalizado que significó la llegada de un moderado Hitler al poder en la Alemania del 33.
Momentos antes del golpe de Estado en Chile, Pinochet no era figura clave. Se dudaba de su reacción, y existen datos certeros de que se consideró asesinarlo tal como al general Schnaider si no se sumaba al carro golpista. Pinochet dudó hasta el final, como quien espera tener las cosas más claras para ver de qué lado se podía ganar más. Cuando percibió la magnitud de la embestida opositora a Allende y de qué él mismo era completamente prescindible en esa ofensiva, se sumó y oportunistamente pasó a encabezarla.
Claramente el golpe de Estado a Allende no lo preparó ni ideológica ni logísticamente Pinochet.
Un movimiento reaccionario de grandes proporciones, preparado desde el centro de la oligarquía económica, se venía gestando desde antes que asumiera la presidencia Salvador Allende. Los militares de mediana y alta graduación, torpes políticamente e intelectualmente unidimensionales, no actuarían jamás sin ser previamente objeto de un lento proceso de azuzamiento, adulación, coimeo e ideologización.
La ferocidad con que actuaron los militares con los propios compañeros de armas que no se sumaron abiertamente al golpe, hablan del éxito macabro de esta operación oligárquica. Los militares comenzaron su asonada y continuaron largamente creyendo que el país había estado y seguía en una extraña guerra contra un enemigo invisible: el marxismo internacional.
Fue el sustento ideológico que los militares se dieron a sí mismos, ya que difícilmente podrían aceptar que habían desencadenado tal tragedia sólo para facilitar a la oligarquía económica la plena restauración de su predominio.
Luego de los sangrientos sucesos acaecidos durante y después del golpe de Estado, se suscitaron tensas relaciones en el nuevo gobierno de la junta militar, vinculadas básicamente al papel político que le correspondía a cada uno de los integrantes, a quién le tocaría gobernar, cómo se repartirían el poder y sobre todo qué rumbo iba a tomar el país. Las cosas no fueron fáciles.
El general de la Fuerza Aérea Gustavo Leigh aseguraba ser el más meritorio y antiguo, pero una vez más afloró el carácter zorruno de Pinochet y mediante una rápida operación política logró ser investido como Presidente de la República.
El asunto del poder quedó zanjado por los siguientes 16 años. No así el qué hacer con la oposición. Está claro que Pinochet dejó sueltos a sus perros de presa más feroces. Nunca les puso freno y por el contrario, los conminó a reforzar la embestida a la débil oposición. Se sucedieron asesinatos, torturas, destierros e infinidad de violaciones graves a los derechos humanos de decenas de miles de personas.
Pero quedaba el tema económico. Los militares no sabían más de economía que lo que sabe una modelo de pasarela sobre física nuclear. Se dejaron asesorar por economistas bien recomendados, pero no acabaron de convencerse de sus teorías. Dejaron hacer a regañadientes.
Los sobrevalorados Chicago Boys hicieron de las suyas con el conejillo de Indias que era Chile entero. Varios equipos económicos fueron relevados y se practicaron al menos seis distintos ensayos de políticas económicas, sin que ninguno lograra reactivar el país. Más bien producto de la inercia y un ambiente internacional favorable, la economía repuntó recién a fines de 1979.
Sólo entonces la adustez de Pinochet empezó a mutar en sonrisa. Imbuido de su poder sin contrapeso, adulado y protegido por sus muchos seguidores, que genuinamente o por miedo aprobaban su gestión, Pinochet empezó a pensar el país por sí mismo.
Multitudinarias manifestaciones en su apoyo henchían su pecho. Las antorchas juveniles se encendían a lo largo de Chile. El país crecía, el desempleo disminuía, las importaciones abarrotaban el mercado, los sindicatos estaban desmantelados o apaciguados, crecía la venta de automóviles, la oposición estaba desintegrada, las personas comunes empezaban a vacacionar, se establecían nuevas legislaciones laborales, previsionales, judiciales, económicas.
El Estado vendía sus empresas y abría el mercado nacional al mundo. Esos son los años de las fotografías de un Pinochet jubiloso con los brazos en alto.
Pinochet también tenía aficiones intelectuales. Si bien se reconocía ignorante, amaba el conocimiento. Connotados intelectuales conservadores como Paul Johnson o el predicador Jimmy Swagger lo visitaron en su domicilio. Frecuentaba librerías de viejo y regateaba como un poeta pobre. Compraba cuánta enciclopedia existía en el mercado y recibía gustoso exclusivos regalos bibliográficos hasta llegar a completar una desordenada biblioteca de más de 60.000 ejemplares.
Se sabe que leyó con pasión abundantes biografías de Napoleón, Rommel y Churchill, y muy probablemente una parte de la obra de Alexandr Solzhenitzin.
Tras la gran crisis del 82 comenzó el declive de Pinochet. La oposición unió fuerzas y se transformó en un dolor de cabeza constante para su gobierno. Se sucedieron multitudinarias protestas sociales y atentados con muertos y heridos en ambos lados.
El debilitamiento de su poder y el relevo de ciertos asesores lograron convencerlo de que la única salida viable era la negociación política con la oposición, la que no le dio tregua hasta obligarlo a realizar un plebiscito nacional el año 88, el que perdió por escaso margen.
El año 90, Pinochet entregó el poder, pero no su amado ejército, el que se reservaría para sí mismo por si acaso la fiebre politiquera desordenaba mucho el gallinero y encarcelaba a su gente más cercana.
Una de las grandes tristezas del general Augusto Pinochet fue sin duda haber perdido de vista al antiguo ejército germano que había inspirado su propio ejército. “Ahora son unos chascones, marihuaneros e indisciplinados” fue su expresión ante la consulta sobre el moderno estilo militar germano. Desde entonces, Pinochet quedó solo, con sus recios palitroques destetados de doctrina y arrinconados en una esquina estática del tiempo.
Finalmente, se comprobaron algo más de tres mil asesinatos de disidentes durante su mandato. Pudieron haber sido treinta mil, como en Argentina, o seis millones como en Alemania, pero sólo fueron tres mil.
A fin de cuentas, Pinochet no era un chico tan malo y más bien tenía preocupaciones más urgentes que andar matando opositores. Quería ser amado por el pueblo, que lo reconocieran como un líder fundamental en la historia republicana, que sus soldados no fueran masacrados en Arica el 74 o en Magallanes el 78, y que cada chileno bien nacido tuviera una firme bicicleta para recorrer la aislada patria.
Como era previsible, y tal como sucedió con Alfredo Stroessner y Ferdinand Marcos, ningún tribunal pudo condenarlo.
Finalmente murió sin pena ni gloria.