La separación
Los vi caminando por la orilla del lago. Era el año 2012.
Ya habíamos decidido nuestra separación. Un buen amigo vino de Argentina, a visitarnos. Entonces decidimos ir con él unos días a Lake Tahoe. Fue la última vacación de a tres. Fue una ceremonia en el hielo para solidificar la familia.
Durante todos esos años, más de catorce años, yo sentía que yo era todo para Dante. Sentía que Dante era mío. Durante muchos años, por el cansancio, el desgaste, los roces, vivíamos como padres separados. Yo estaba con Dante todos los sábados y su papá lo llevaba a nadar y a pasear los domingos, para que yo pudiera descansar.
Entre nosotros la comunicación no era fluida. Yo pensaba “soy todo para Dante”. Por eso me pareció tan natural, cuando nos separamos, plantearle a su papá “me vuelvo a Argentina con Dante”.
Ser un mismo territorio
Su padre se opuso rotundamente a mi plan de separación. Desde su angustia me dijo “yo me puedo separar de vos pero no me voy a separar de Dante”. Me costó entender. Dante y yo éramos una sola cosa. Si Dante estaba conmigo, ¿qué más podía llegar a necesitar? Fueron meses de mucho reacomodamiento, ante un nuevo orden de la vida. ¿Dónde pondríamos este nuevo orden de la vida? Todo parecía un enorme desorden.
Durante los primeros meses de vida separada, cuando Dante estaba con su papá, yo llegaba a la casa sin avisar. Necesitaba comprobar que Dante estuviera bien.
No descansaba, cuando Dante estaba con su padre. Mi cabeza empezaba a armar escenarios donde Dante era yo. Donde mi hijo iba a repetir con su padre, las mismas desavenencias que yo había tenido.
Una voz interior me decía “tengo que ir, porque Dante me necesita. Su papá no va a saber entenderlo”.
Llegar sin avisar a una casa para sorprender al otro, es un agravio.
Dejé de hacerlo. No quería agraviar al papá de Dante y cuando llegaba, encontraba a Dante perfectamente bien. Tranquilo, feliz, disfrutando de su casa, en paz, con su padre.
Una vida de varones
Su papá le hablaba de otro modo. Le ponía límites de una manera firme y clara.
Cuando estábamos viviendo bajo el número de tres, yo no dejaba que su papá se los pusiera. “Ay, Jorge, no le digas así, pobrecito».
La autoridad la tenía yo. Sin tomar conciencia, a Dante yo lo subestimaba y al papá también.
Una excesiva sobreprotección. Anticipar siempre las respuestas de Dante, condicionar su accionar. No dejarlo ser él mismo.
Desde chiquito había sido yo la encargada de conseguir casi todos sus servicios. Yo me había especializado para incluso trabajar en Educación Especial. Yo estaba la mayor parte del tiempo con Dante. ¿Qué duda cabía que todo debía pasar por mí, por mi aprobación o mi censura?
El criterio para cuidar y educar a Dante “era yo”. Yo me sentía la autoridad.
Aprender a estar desde otro lugar
Fue para mí una práctica y un desafío personal. Permitirme estar desde la presencia, que es darle lugar al otro para poder desarrollarse.
Para Dante fue un enorme beneficio.
Dante y su papá entablaron una manera propia de relacionarse. No contaminados por mi, no interrumpidos por mi constante supervisión e interferencia. “Esperá, no le digas así, no te entiende”. Era una de las tantas frases que desacreditaba al otro.
Poder ver esto fue reconocer que el otro existía como tal y aceptar que Dante era un individuo, no una parte mía afectada con autismo.
Ahora puedo explicar esto con mediana claridad. En esos años no podía. Era una complicada ecuación algebraica llena de paréntesis que no lograba resolver.
“Estoy sobrepasada”. “No tengo vida propia”. “Necesito un descanso”. Pero no me dejaba ayudar porque si yo no hacía todo, las cosas se iban a hacer mal. Yo era imprescindible.
Cuando el equilibrio formal de nuestra relación de a dos, encontró un límite, esta ruptura para Dante fue extremadamente saludable.
Nuestra separación como pareja, fue también ese espacio donde Dante pudo por la activa presencia de su padre, desarrollarse plenamente. Entrar a la adolescencia y la adultez desde una plenitud emocional balanceada.
Nuestra estructura de neurosis, no encontró otra manera que la separación para llegar a un lugar saludable. El beneficio para Dante fue y sigue siendo enorme.
Poder construir un relación con su padre, lejos de mi constante tutela y observación, fue para Dante poder constituirse. Recobrar su autoestima porque su papá lo miraba con orgullo.
Jorge, liberado de mi constante supervisión, pudo poner límites claros. Pudo ser ese padre que él quiere ser, no el padre que yo le marcaba que «debía ser”.
Dante encontró espacios claros para entender cómo relacionarse con su papá.
Se encontraron de la manera única que ellos supieron construir.
Enormes caminatas por Mill Valley, cenas en la casa cocinando juntos, días de pileta.
Controlar al otro
Quizás uno de los temas más álgidos en nuestra pequeña humanidad, sea el de controlar al otro. No creo que nos mueva la maldad sino el temor que da la incertidumbre natural que es estar vivo.
Temor a que las cosas no salgan como uno las imagina. Y las cosas nunca salen por suerte como uno las imagina. Podemos imaginar cosas horribles, como por ejemplo, que un hijo sea un objeto personal, o que un hijo crezca sin un padre.
Poder tomar un paso al costado, estar presente desde esa confianza que es dejar que el otro esté presente. Es una muestra de amor. Yo tuve que aprender a permitir esta presencia.
Cuando lo que hace falta es que falte.
Es humano querer suplir la falta. En algunos de nosotros, puede llegar a ser casi la única manera de entender el amor. Dar es una hermosa vocación, pero cuando se convierte en un exceso, mutila al otro. Es algo muy difícil de entender desde el que da sintiendo que lo entrega todo. Se lo vive como una terrible injusticia. “Doy todo y no me valoran, ¡qué terrible injusticia! Entonces uno llora, se victimiza. Deviene la tragedia. Desde el absoluto, la respuesta absurda desde el dolor, desde la bronca es decretar: “No voy a dar nada más”.
Me llevó años practicar el intento de no vivir en esos absolutos. Poder ver que no soy todo para Dante y que Dante se beneficia enormemente de eso. Que por suerte hay otros. Hay un padre.
La separación como sinónimo de catástrofe familiar
Cuando una pareja se separa, es un lugar común en nuestra sociedad pensar “pobrecitos los chicos, van a sufrir”.
Cuando una pareja se separa porque ama a sus hijos, porque quiere el bienestar de los hijos, cuando el amor por los hijos está por sobre todo lo otro, la separación es crear un nuevo espacio. Armar un nuevo espacio de convivencia, uno diferente y distinto al modelo armado que no funcionó. Se sabe qué es lo que no funcionó, entonces se puede evitar. Para eso se separa uno y es maravilloso. Porque una separación a consciencia es una separación de ese que uno fue y que no nos gustó ser, ni para el otro ni para nosotros mismos.
Nosotros comenzamos a construir para Dante espacios de armonía. Lugares diversos donde Dante puede estar bien, generalizar y, sobre todo, ser flexible y adaptado.
Una idea recurrente
Durante todos estos largos años, hice del autismo la idea de una enorme falta. Me culpé por esa falta. Mi obligación era suplir la falta de cualquier manera.
Acostumbré a Dante a reaccionar conmigo desde el exceso. Exceso de cuidado, de caricias, de comida, de entretenimientos para que no sienta que faltan los amigos, la vida social que los otros tienen. Dante conmigo tiene muchos más caprichos que con su padre y está más nervioso a veces que cuando está con su padre.
“¿Por qué si yo le doy todo?», me he preguntado tantas veces.
Me llevó años entender que dar todo, es eso: dar todo. La neurosis propia, esa locura de absoluto, esa falta de límites, esa vorágine. “Dar todo” es una tarea imposible.
Poder tomar distancia.
Poder mirar al otro desde lejos, como cuando uno toma una foto.
Separarse no del otro, sino de ese otro que uno fue con ese otro y resultó tan poco saludable. Sin recetas, poder pensarse uno desde otro lugar.
Nuestra rutina
En nuestro caso particular, tenemos una familia con dos casas, a diez cuadras de distancia.
No hay un régimen de visitas. Hay llamadas diarias y acuerdos dependiendo de cómo venga el día.
Dante parte temprano en la mañana hacia a la escuela. Lo pasa a buscar un transporte. Son después cuarenta y cinco minutos donde su padre y yo compartimos un café y charlamos de los días, de los planes, de la vida. Acordamos cosas y a la tarde, él o yo, vamos a buscar a Dante a la escuela para ir a pasear, hacer compras o llegar a la casa para cocinar la cena.
Buscar la armonía, evitar repetir lo que no contribuyó para vivir bien.
La verbalización del conflicto
Es una graciosa confirmación de la existencia de nuestros años de conflictos, escuchar que cuando estamos charlando casualmente su padre y yo, Dante nos mira y dice: “No funciona, no funciona”. Ahora podemos sonreír y reafirmarle a Dante “papá y mamá están charlando. Sí funciona”.
Tomar distancia
Recuerdo hoy esa foto tomada en la nieve. Los vi caminar juntos abrazados. Me vi alejarme, tomar distancia. Para captar ese momento fue necesario tomar distancia. Para vivir también.
Dante y su padre tienen una hermosa relación. Hoy disfrutan de estar juntos y yo me uno al festejo los domingos cuando hacemos asados en el patio, cuando vamos los tres de caminatas, cuando cantamos en el living mientras su padre toca en la guitarra las canciones de Maria Elena Walsh.
La vida muchas veces es algo muy distinto a lo que uno sueña. Hay momentos en que despertar de un sueño, es una positiva desilusión de uno mismo. Amanecer a un mundo sin paredes, un mundo sin muros construidos para no sufrir. Cuando el dolor aprieta, atrincherarse en el sueño de la omnipotencia, puede dejarnos muy solos.
Un deseo que escribo en el cielo de los ojos que leen
Yo escribo estas líneas pensando en todos los papás presentes, en todos esos papás que deciden estar en las vidas de sus hijos y quieren encontrar su propio camino.
Pienso en la enorme oportunidad que podemos darle a un hijo si pensamos la familia desde el amor, desde la entrega. Lejos de mezquindades, de competencias, de esa necesidad de borrar nuestras inseguridades, destruyendo al otro.
Pienso que si la brújula que marca nuestra navegación en la vida es el amor sin egoísmos, nuestro mapa de afectos se abre. Como un calmo mar, podremos ver navegar el barco de nuestros hijos, sin miedo al naufragio.
Sumar desde la ausencia.
Aportar desde la humildad de darnos cuenta que somos totalmente prescindibles.
Agradecer cada día, no poder hacerlo todo.
Correrse y caminar atrás, tomar otro protagonismo. Observar y aprender. Respetar al otro aunque sea diferente y haga las cosas de otra manera.
Priorizar al padre que desde la presencia, abraza al hijo para darle otra manera de vivir, otro mensaje, otra enseñanza.
Cambiar por amor al hijo
La competencia entre las parejas es muchas veces lo que contamina una relación. Nos destruye y nos intoxica. Es un match de ping pong que nunca acaba, que cada vez se torna más violento cuando la energía se concentra en destruir al adversario y en la cancha están nuestros hijos. Ellos son esa pelota de tenis que va y viene entre los raquetazos de violencia.
Priorizar el bienestar del hijo, como un hilo conductor que nos proteja de ser mala gente. Creo que esa debería ser la flecha que nos marque el rumbo.
Todo lo otro es pasajero, pueril, innecesario. La única humanidad que no debe negociarse es el bienestar del hijo, su estabilidad y su equilibrio. Un hijo que puede disfrutar de las dos presencias es un hijo que puede elegir, que puede recibir aportes. Ser la única fuente emocional que alimenta al hijo, no sólo es un responsabilidad y un esfuerzo más que humano, es a veces hasta imposible. Cuando el padre está, dejarlo ser. Un hijo nos exige la mayor de las generosidades, dejar nuestros egos de lado, por el bien de ellos.
Nosotros como pareja ya no nos elegimos. Nadie guarda resquemor por eso. Nuestro tiempo pasó. Pero la familia no pasa. Aunque andemos caminos diferentes, estamos en un mismo territorio.
Reitero mi anhelo. Que éstas líneas sean como un deseo en voz alta para que muchas parejas que ya no lo son encuentren, en el paso acompasado de ir junto a los hijos, ese sendero de futuro que ellos nos van marcando.
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