La educación, un lugar especial desde donde encontrarnos
Un día para escribir
El sol de las cuatro de la tarde se recuesta sobre las flores fucsias de la enredadera. Es el primer signo que me da la bienvenida a mi casa.
Después de varios de días con Dante, este silencio es una presencia.
Hoy Dante está con su papá. Es un martes disfrazado de domingo.
Su padre cocina en la mañana. Por la tarde lo pasa a buscar a Dante a la escuela con una merienda casera guardada en el bolso. Juntos van a nadar. Al otro día yo le preguntaré,“¿qué hiciste con papá?” La respuesta será “bubbles”. Después de nadar, siempre van al jacuzzi. Es el broche de oro de la salida.
El cuidado
Este silencio que me permite escribir está sustentado en la confianza. La confianza mutua de una familia que se cuida.
El papá de Dante y yo tenemos algo que nos une, por encima de un matrimonio que ya no está. Tenemos “código”.
Crecimos al calor de un hogar donde los sueños de justicia social nos marcaron la ética. Los valores de Miguel Grinberg y la revista Mutantia fueron el reloj de nuestra adolescencia.
Hoy Dante tiene casi 21 años. Está a punto de abordar una mayoría de edad de la que no tiene conciencia.
Su padre a esa edad ya había dejado el hogar materno. Había pasado por la incertidumbre de llegar a un país extranjero, sin hablar el idioma. Empezando desde donde se empieza cuando no se tiene ningún tipo de ayuda: lavando platos en McDonald´s.
Pasaba las noches traduciendo al español los poemas de Thomas Merton. Su humilde departamento de la calle Hobart era su trapa.
Muchas veces, a la hora del desayuno, recordamos esos tiempos.
Tuvimos suerte quizás de ser criados por adultos que nos quisieron sintiendo que éramos lo mejor que les había pasado en la vida. Siempre confiaron en nosotros.
Pienso que un chico dañado en la infancia es un adulto resquebrajado. Ve la vida desde la desconfianza. Imagina que la bondad es una artimaña para conseguir algún tipo de beneficio.
Pienso en eso cuando me siento en el pasto, esperando que ese chico con el que trabajo todos los días baje del árbol cuando el enojohaya disminuido.
Desde el verde del pasto pienso, mientras espero, que la confianza es una caricia firme y serena. Un diálogo honesto entre las almas.
Lo veo treparse y entiendo que necesita sentir el vacío para querer volver a la certeza del piso. Es un proceso de restablecimiento. Una manera de regularse.
Yo le cuento que los árboles son fuente de energía. Abrazarlos nos restablece el contacto con nuestra propia gravedad. Ese eje que nos sostiene.
A veces salimos a caminar con mis alumnos. Les cuento que hay una manera de bañarse en los árboles, de prestarle atención a las hojas y llenarse de verde.
Dante sabe de esta práctica. Los árboles de Mill Valley conocen ya nuestros pasos. Confiar en la naturaleza. Poner la ansiedad en la corteza de los árboles, dejarse llevar por el follaje. Meditar con los pies.
Enseñar con amor
Empezar el día desde el agradecimiento. Es una ceremonia importante antes de empezar la tarea del trabajo diario.
Tomo fotos con mis ojos, de las flores, de los árboles, de alguna nube que pueda darme forma para llevar el día en la dirección correcta. Son los ingredientes de la vida, necesarios para armar esa receta única e irrepetible. Ese intercambio de afecto. Sin amor y comprensión no se puede enseñar.
Ir a la escuela, es un acto de cariño. Educar, en el sentido estricto de enseñar conocimientos, es algo casi secundario.
El arte es hacer que esos chicos, a los que les cuesta la vida porque traducen los signos de manera diferente, encuentren en el aula un lugar de seguridad. Un lugar donde desarrollar sus identidades e integrarse. Pienso siempre en esto como una meta. Todos los días deseo que Dante tenga alguien a su lado en la escuela que lo guie por el mismo camino.
Es un arte llegar a los alumnos. Es un arte entender sus almas.
Somos un equipo. La maestra que nos coordina, y con la que llevo trabajando más de doce años, sabe que el requisito indispensable para poder llevar la tarea adelante es tener amplitud de corazón.
El lenguaje de la seguridad
En nuestro salón tenemos un lema: “venimos a la escuela a aprender de los alumnos”. Siempre lo repetimos. Ellos se ríen y se sienten orgullosos. Se sienten protagonistas, importantes, les da seguridad.
Es verdad que hay un estigma sobre los chicos de “educación especial”. En todos estos años, he escuchado adultos temer que sus hijos se atrasen por estar con chicos que abordan el aprendizaje desde otro lugar.
“No es justo que mi hijo, que es tan inteligente, tenga que estar expuesto a aprender junto a este chico que es tan lento y no entiende”.
La empatía, la humildad, el respeto al otro, la tolerancia.
Dice el poeta Rubén Vedovaldi, “Muchos piensan que ser inteligente es bueno, pocos entienden que ser bueno, es inteligente”.
La inteligencia emocional no se mide en el coeficiente mental sino en las actitudes cotidianas.
La hora del recreo es el lugar más propicio para educar. Desde el juego, desde la libertad de los cuerpos y la imaginación, se puede promover la tolerancia. Este proceso trasladado al aula es maravilloso.
El arte de dar límites sin imponerlos
Usar la imaginación, la creación desde los elementos de todos los días. Un tronco, una flor, todo puede ser una lección.
Sentir que ningún chico desea ser una persona no deseada. Todos buscamos la aceptación, aunque lo hagamos de manera negativa.
Encontrar la manera de dar vuelta el camino. Poder hacer que del rechazo surja lo bello. Hacer de cada día un acto de esperanza.
Sumergirse en la mente del chico, ir a sus gustos, a sus obsesiones, a sus fantasías y de allí encontrar las afinidades.
Ante todo, confiar en ellos, aprender de ellos. Desde la curiosidad ver cómo trabajan sus cabezas en esa intrincada y fascinante tarea de percibir la vida.
Tomar sus tropiezos y convertirlos en herramientas, para que ellos puedan ir entendiendo cómo resolver esas situaciones sociales que les son difíciles de procesar. Al mismo tiempo, ir desarmando prejuicios del entorno.
Aceptar que no todos funcionamos de la misma manera. Desarrollar la empatía de aceptar al diferente. Ayudar al “diferente” para que no discrimine a los que no lo son.
Desde la inseguridad que da ser diferente, y si se tiene conciencia de serlo, se va construyendo una coraza de defensa, para poder tolerar esa diferencia. A veces la soberbia es una de las tantas corazas.
Practicar la humildad, desde la conciencia de que todos tenemos derechos.
Tender puentes
Pienso que para educar, hay que sumergirse en el otro. Dibujar puentes que entrelacen vidas.
Cada vez que uno puede ayudar a esto, el mundo cambia de rumbo. Se construye un pedazo de futuro porque la vida ya no será una repetición. Alguien recordará que hubo un día, donde algo salió bien porque confiaron en él, en ella.
Un plan para poder estar mejor
Respirar profundo. Acariciar nuestro enojo y contemplarlo.
Desde lo visual trabajamos con las emociones. A veces antes de leer un párrafo que puede ser difícil, otras veces, en medio de las divisiones y las restas.
Hablar de los sentimientos, darles entidad para poder aprender.
Cuando el enojo deviene, cuando la frustración es muy grande, imaginar que en nuestra mente hay un león rugiendo. Un león que solamente nosotros podemos calmar, pero para eso tenemos que entenderlo y escucharlo.
Escribimos ese plan en una hoja. Cada vez que domemos al león, lo pondremos en un sobre, escribiremos qué fue lo que hizo enojar tanto al león. Qué tipo de reacción tuvo el león ante este hecho. Cómo hicimos para calmar al león. Después lo pondremos al león adentro del sobre y el domador (el alumno) recibirá un ticket especial para ir a recibir un premio del “baúl de los tesoros” que tenemos en el salón.
A veces el enojo es muy grande.
Lo veo rayar el papel, una y otra vez casi hasta romperlo.
“¿Me puedo sentar frente a vos?”, le pregunto. Cuando asiente con su cabeza, tomo un lápiz y sobre su garabato de bronca, dibujo dos orejas. Me mira. Al final del garabato dibuja una cola larga. “¿Le agregamos los bigotes al león?”, pregunto. Me responde con seis líneas precisas, tres de cada lado del hocico que ahora dibuja con precisión. “Es un hermoso león”, le digo. “Sí”, me contesta, “y es grande”. “Sí, es grande”, le confirmo.
“¿De qué color te gustaría colorearlo?”
“Los leones son amarillos”, me explica, “con un poquito de naranja en la parte del lomo”. Cuando le alcanzo los lápices de colores, también le alcanzo una goma de borrar. “Ahora que el enojo se ha ido, quizás la podemos borrar para que los colores se vean más bonitos, ¿te parece?”.
Vamos borrando el enojo. Después pintamos el león.
Su cara relajada es un sentimiento de victoria sobre sí mismo.
“Dice el león que es maravilloso que hayas podido domarlo. Mirá qué contento está”. Me mira. Se ríe sabiendo que estoy diciendo un disparate.
Nos sonreímos. Es como si nos diéramos las manos con los ojos diciendo “hicimos un buen trabajo”.
Doblamos el papel con el dibujo del león, lo ponemos en el sobre y le doy su ticket para que vaya a buscar su premio al baúl de los tesoros.
Es viernes. Tenemos que trabajar en un reporte de ciencias. Las plantas y la absorción de los nutrientes.
Mi alumno toma el cuaderno y cuando termina, viene con un sobre en la mano.
“Me enojé mucho cuando vi que tenía que hacer este escrito. Me hubiera gustado tirar el libro, pero no lo hice. No me enojé, no rompí nada”.
“Es maravilloso”, le contesto sonriendo. “¡Pudiste domar a tu león!”
“Bueno, algo así”, me contesta, buscando su premio y saltando para ir a jugar con sus amigos.
Lo veo irse. Yo creo mucho más que él en esta historia de domar al león, pero siento que de alguna manera él cree en la gente que lo rodea. Confía en su entorno. Se sabe cuidado.
Uno enseña lo que necesita
Es bello trabajar en lo que se ama. Uno enseña lo que necesita aprender.
Hace unos días atrás, Dante vio que su papá me dio un paquete de pollo para la cena.
Le ganó la ansiedad. Mientras yo manejaba rumbo a nuestra casa, empezó a apretarse la cara y a gritar.
Le expliqué que el pollo estaba crudo, que era para comerlo más tarde. “Mas tarde, más tarde”, repetía enojado.
Estacioné el auto.
Todo mi optimismo, se derritió enfrente a mis pies. Me sentí un charco de impotencia.
Bajé del auto. Miré el cielo. Los gritos de Dante sacudían el auto.
Desde la vereda de enfrente, tres chicas me miraban riéndose.
Por un instante mi león gritó: “Esto es el autismo, esta es la soledad…”
Respiré hondo. Las nubes pasaron y un pedazo de azul quedó en el horizonte. Siempre quedará el azul.
Después de unos minutos me acerqué a Dante. Le di un beso, un abrazo. “Ya pasó”.
Dar como una forma de transformar el dolor
Muchas veces nos sentimos que tenemos que afrontar situaciones en la vida que no hubiéramos podido ni siquiera imaginar. Hay dolores tan grandes, desde la defraudación y el desamor, pero trabajar en una escuela, repara. Cada día es una apuesta a construir en la vida de un chico, ese espacio de felicidad que uno imagina en el mundo.
En la tarde, salimos al patio. Es la etapa final del proyecto de ciencias naturales. Durante dos semanas, los alumnos vieron crecer a los gusanos de seda. Construir sus capullos y para transformarse en mariposas.
La maestra abre la red donde crecieron. Las mariposas salen volando. Los chicos aplauden y saludan.
Es un ruido de sonrisas en que se levanta al cielo.
Es una incertidumbre de vuelo, desde la certidumbre del amor que es creer en el otro.
NOTAS:
Mutantia fue una revista argentina de orientación eco-espiritual publicada por el poeta Miguel Grinberg en Buenos Aires entre los años 1980 y 1987.
Miguel Grinberg: poeta, traductor y periodista argentino de la Generación del 60. Especialista en movimientos juveniles, pensamiento prospectivo, ecología social y espiritualidad ecuménica.