El fascismo desembozado
Una camionetas desfilaron con enormes banderas norteamericanas y otras negras y tomaron la calle principal del barrio
Ayer salimos a caminar el otoño. Las hojas secas, como cascabeles del viento, eran la única música que se escuchaba en estas calles de saludos escuetos y perros educados.
En los barrios de la clase media alta de Estados Unidos, donde los pobres vivimos infiltrados, lo medido, lo escueto, es un signo de buena educación. Nadie pregunta, nadie habla demasiado, sólo la cortesía que sostiene esa línea fina entre la privacidad y el culto al individualismo. Desde ese lugar, los carteles en apoyo a Harris/Walz son abundantes. En los medios dicen que el apoyo a Trump es silencioso, quizás porque humanamente avergüenza.
Sin embargo, ayer en la tarde, un desfile de camionetas con enormes banderas norteamericanas y otras negras, tomaron la calle principal del barrio, el fascismo desembozado. Asustan y ellos lo saben. Estas elecciones para el Trumpismo son la culminación de la toma de poder que ensayaron en el Capitolio ese 6 de enero del 2021. Como un monstruo orgásmico esperan eyacular sobre los migrantes, las mujeres y los humildes y se masturban todos los días con consignas cada vez más pornográficas.
No les importa el voto popular. Tienen comprado el poder, la Corte Suprema y sólo esperan jugar desde la coima con el Colegio Electoral para que el voto indirecto les dé el triunfo. «Nuestro pequeño secreto», le llama Trump.
El modelo de democracia estadounidense es falso y esa mentira está impuesta como un ejemplo en todo el mundo occidental. La finalidad es monetaria: regular negocios, expropiar territorios y someter a su propia población y las de los países que desde su órbita los consideran inversiones impostergables dentro de sus dominios. Pensado para que el voto de las clases populares no llegue al poder desde los años en que institucionalmente abolieron la esclavitud y posteriormente permitieron el voto de las mujeres.
Desde «las buenas intenciones» los votantes de Kamala nos apañamos en el anhelo de seguir sosteniendo los servicios sociales que nos amparan, tratando de acomodar nuestra doble moral para que no nos pese tanto, para no sentir tanto asco de nosotros mismos, porque fue el gobierno demócrata el que cada día, desde que comenzó la sanguinaria represalia a los territorios palestinos, subvencionó el genocidio. Miles de niñes, madres y adultos con autismo, aterrados por el hambre y el ruido ensordecedor de las bombas ni siquiera son considerados víctimas, sino «daños colaterales».
Camino y transito el miedo que me habita. No se pronostica un ganador sino la violencia inevitable. No sé cómo reaccionaré ante el triunfo de esta barbarie hitleriana que levanta sus banderas esperando el triunfo para escupirnos la vida, pero el otoño brilla…
Alguien ha dejado sobre la ligustrina de los departamentos que habitamos, una biblia. Abierta, bajo el rocío de la noche, su tinta se ha vuelto borrosa, como mi vista ante la religión. Mis anteojos para la fe, allí sólo encuentran el origen del dominio y la justificación del terror y del castigo irracional impuesto por el hombre. Mi fe encuentra su hogar en las hojas del otoño, en ese ocre que se fortalece ante la inevitable caída. Una fe en los caminos, habitados por los despojos que empujados por el viento hacen música.