Lo que dejamos atrás en nuestros países y lo que más añoramos
Buenos días estimados lectores: El inicio de un año es el momento perfecto, para transformar nuestros deseos en acciones. Y aquellas cosas importantes que hemos venido postergando, por las urgencias de la vida cotidiana, en actos.
Hace mucho tiempo que les debía esta nota. A ustedes, queridos lectores, y a toda la familia de Hispanic L.A., que con tanta generosidad y afecto me recibió en sus columnas.
Ser migrante, un destino en común
Aprendo cada día de mis colegas, de sus notas, de sus opiniones, de su ética inquebrantable. Es un honor, que agradezco, estar compartiendo un staff dirigido por dos leyendas de nuestra profesión como Gabriel Lerner y Néstor Fantini, en el que participan y han participado, figuras estelares de todo el mundo.
Como la mayoría de ustedes y de nosotros, lectores y columnistas, alguna vez me tocó ser un emigrante. Y quiero hacer una salvedad: no emigré por ninguna persecución inminente, ni peligro de vida. Emigré por primera vez, siendo muy joven, buscando nuevos horizontes y una vida en democracia, cuando había perdido muchos de mis amigos y compañeros, y el horizonte de mi patria estaba lleno de sombras oscuras.
Así que sé muy bien lo que se siente llegar a un mundo nuevo, y dejar atrás un mundo querido, a nuestros seres queridos, y lo que es más doloroso, a nuestras costumbres, olores y sabores entrañables.
Y cuánto se añoran, esas pequeñas cosas, esos recuerdos, y la necesidad de conservarlos de alguna forma, no solo para nosotros, sino para las personas que comparten nuestras nuevas vidas.
Para todos aquellos que alguna vez tuvieron que emigrar, está dedicada esta nota.
Las manos ricas
Creo que lo más doloroso de todo lo que sentimos como pérdida, la mayor de todas, es la de las abuelas que se quedaron en nuestros países. Dejar atrás a la abuela, es dejar atrás un mundo de amor hecho comidas de la infancia, productos de nuestras tierras, olores de nuestras ollas y abrazos que nos apapacharon.
Una de nuestras lenguas ancestrales, el guaraní, tiene una de esas palabras maravillosas, intraducibles, mágicas, que recogen una historia de milenios: po-he.
Hace pocos días un colega muy querido de Paraguay, Eduardo Baéz, Director de El Omnívoro, me contó su historia en una charla telefónica.
El significado es “manos ricas” y se utiliza para referirse a aquellas manos que tienen el don de preparar comidas que reconfortan el cuerpo y el alma.
Las abuelas son el mejor ejemplo de las manos ricas. A veces se heredan, a veces no. Por eso muchas veces las mamás, no cocinan igual que las abuelas.
Y fundamentalmente, es por eso que cuando copian una receta paso por paso, ingrediente por ingrediente, para una vecina, una nuera o una nieta, y la llevan a cabo, no les sale igual, y enseguida piensan que la abuelita se reservó algún secreto.
Pues no, amables lectores, no se reservó ningún secreto. Simplemente las manos, po-he, las manos ricas, son un don. Son manos mágicas. Y no todos son elegidos para tenerlas.
Entre cocineros y chefs, ocurre lo mismo. Si alguno de ustedes ha tenido un restaurante, sabrá que no todos los cocineros y cocineras, tienen el don de la sazón y el gusto.
Las manos verdes
La segunda cosa que más extrañamos, son los productos frescos de nuestra tierra. Esos que no se pueden conseguir, en el país en donde estamos, por razones de clima, de suelo, de tipo de vida o hasta de prohibiciones fitosanitarias. Esas cosas que nos parecen insignificantes mientras las tenemos, pero que son trascendentes cuando no están.
Un chile de árbol para un mexicano en Noruega, un tomate con sal, para un sanjuanino o mendocino en Australia, para cualquier mesoamericano, una mazorca de maíz multicolor recién cosechada de un maizal, en Nueva York o una papa andina para un peruano en Tierra del Fuego.
Ni hablemos de aquellos que provienen de países en los que todavía se puede tener un patio con gallinas y saborear un huevo de verdad, puesto por una gallina de verdad, alimentada con granos de maíz de verdad, y se tiene que mudar a un rascacielos, y comprar esos huevos blancos, insípidos e incoloros en un impersonal hipermercado.
Los que han tenido la suerte de emigrar con sus madres o sus padres, pueden tener el remedio, también a través de otro tipo de manos ancestrales y mágicas: las manos verdes.
En el año 2016, leí una nota en un blog, escrito por Piola, arqueóloga por formación, bibliotecaria por profesión y blogger por pasión.
“Hay personas que tienen «mano verde» y su sola presencia hace reverdecer todo lo que está a su alrededor, como E.T. con su dedo mágico.
Es el caso de mi madre. En las distintas viviendas que hemos tenido siempre ha habido jardín y, además, alguna galería para las plantas de interior y reparar esquejes.
Ahora que están tan de moda las junglas urbanas me doy cuenta que en casa siempre hemos tenido una: el único capricho, que mi madre ha exigido, y el espacio en el que se encuentra más feliz.
No soy mala jardinera pero no tengo mano verde, como tampoco he heredado los maravillosos ojos verdes de mi madre, su capacidad de entrega, su paciencia.
Ella es puro verde, la personificación de la Naturaleza, como una diosa primigenia de la fertilidad”.
He visto personalmente, a emigrantes con mano verde hacer milagros. Cultivar en balcones o terrazas, alimentos de sus tierras indispensables para preparar algunos de sus platillos típicos.
Pimientos de piquillo, tomates verdes o negros, papas de variedades andinas, aguacates en países fríos.
La unión de las manos ricas y las manos verdes, es lo que nos permite preservar nuestras tradiciones, donde quiera que vayamos, y con ella nuestras identidades.
Volviendo a mi país
Argentina hace cuatrocientos años era selva y desierto en casi todo su territorio llano. Hasta que llegaron los manos ricas y los manos verdes originarios, los manos verdes y los manos ricas de la gran inmigración de masas y los manos ricas y los manos verdes de la inmigración de nuestros hermanos de América, Asia y África de las últimas décadas.
Hoy tenemos variedades de plantas, de arroces, de maíces, de tés, de papás, de verduras, de frutas, con las que jamás soñé cuando empecé a cocinar.
Hay bosques donde había médanos y cangrejales. Pinos, Bambú, Mimbre, lirios del campo, petunias mexicanas, y todo gracias a los inmigrantes. Porque todo emigrante de un lado, es un inmigrante del otro.
La tela que se desgarra en un telar, es el hilo que se teje en otro telar. Si las autoridades del mundo pudieran ver esto, se darían cuenta que los inmigrantes no son un problema: son una bendición.
Que son el verdadero motor de la diversidad cultural, del desarrollo de una cultura del amor y de la comprensión. La reserva de lo mejor de cada cultura. Y el espacio común en que se guarda la memoria de los pueblos.
Emigrar nos hizo humanos. Nadie nos expulsó del Edén en nuestra África natal. Partimos solos a explorar y poblar el mundo. Así nacieron nuestras razas, idénticas en todo salvo, en las adaptaciones a los climas que encontramos en nuestro camino y que nos dieron apariencias diferentes.
¿Pecado original? Uno solo: habernos olvidado de nuestros ancianos y ancianas, y haber delegado la administración de nuestros asuntos en las manos equivocadas.
Pero nada que no podamos reparar. Cuando elegimos otra vez a uno de los nuestros, para que nos represente, el hilo vuelve al telar, y la tela se sigue tejiendo.
Como ocurrió con Mandela en Sudáfrica, una nación que se dirigía hacia una guerra civil, primero entre razas y después entre etnias. Y fue reconducida a su destino.
Hasta la próxima, queridos lectores. y quisiera hacer una mención especial para Adriana Briff, la mejor editora que he tenido en toda mi carrera.