Alina y su abuela, un cuento de Adriana Briff
Alina se levantaba muy temprano porque su abuela arrastraba los pies en la mañana para ir al baño. El shhh, shhh de las chinelas rozando el piso era una canción que le acariciaba las pestañas. La casa casi siempre estaba azul porque era tan temprano que el sol todavía estaba frío, mezclado con la luna que alumbraba el lucero del alba.
Después de peinarse y trenzarse el pelo, Alina y su abuela se dirigían al gallinero donde la ponedora levantaba sus alas, como una elegante señora que sostiene su enagua, para que Alina pudiera recoger el único huevo del día.
—Buenos días— saludaba la ponedora y Alina siempre contestaba —Buenos días y gracias por el desayuno.
La abuela tomaba el huevo, lo golpeaba contra la vieja sartén y con la ayuda de una espátula de madera lo batía hasta lograr una espuma espesa que se solidificaba con el calor de la cocción.
—Coman despacio que si no hace mal después a la digestión— aconsejaba el omelette y Alina y la abuela asentían, tapando sus bocas con las servilletas.
Una mañana Alina fue sola al gallinero. La abuela se había quedado en el fondo de la casa cortando leña.
—¿No te aburre estar siempre sola con la abuela?— preguntó la gallina ponedora antes de que Alina estirara su mano para alcanzar el huevo.
—Me gustaría tener una hermana, una mamá y un papá— dijo Alina y suspiró resignada. —Pero somos la abuela y yo solamente.
—Eso es porque no has probado poner un huevo— le contestó la gallina.
—¿Cómo voy a poner un huevo si soy una nena y no una gallina?—- preguntó Alina.
—Eso no es un problema, yo hablo como vos y no he dejado de ser una gallina— contestó la ponedora, sacudiendo su cresta y revoleando sus pestañas. —Esta noche, en vez de dormir en tu cama, te espero en el gallinero y te enseño.
Alina volvió a la casa confundida pero intrigada por la propuesta de la gallina.
Esa noche, cuando la abuela se durmió, salió del cuarto en puntas de pie, cruzó el patio alumbrada por la luz de la luna y escuchó la voz de un gato vagabundo que le susurraba —por allí—. Abrió el gallinero y vio a la ponedora arreglando el nido de paja bien mullido para que Alina estuviera cómoda. Le hizo una seña para que se levantara el camisón y se sentara cruzando la piernas y le dijo:
—-Hay que cerrar los ojos.
Alina se durmió sintiendo un suave calor de plumas tan agradable como el sweater de angora que la abuela le había tejido en el invierno.
Antes del amanecer, y para su sorpresa, Alina encontró, en el nido donde había dormido, cuatro huevos. Los puso en una canasta de mimbre que encontró y nunca antes había visto y volvió a la casa, en puntas de pie para no despertar a la abuela. Asombrada, vio que la cama de la abuela estaba vacía.
—No te preocupes, empieza el desayuno— le dijo amablemente la sartén.
Alina quebró el primer huevo y salió una mamá que le dio un beso en la frente. De la sorpresa, Alina cayó sentada sobre la silla de mimbre y vio como la mamá rompía los otros huevos de los que salió un papá y dos hermanas.
—¡Vamos a jugar!— dijeron las nenas.
Al llegar al patio, un estruendo de plumas de colores cubrió el cielo. Una enorme gallina se alejaba al vuelo y saludaba, dejando un rastro azul en el horizonte. La gallina, ya desde lo alto, giró su cabeza sin dejar de saludar y Alina vio a su abuela perderse entre las nubes.
NOTA: Hoy 21 de Febrero mi abuela Felisa hubiera cumplido 122 años. Escribí este cuento y me salió como susurrado. Yo creo que fue ella quien me lo fue dictando al oído, como una síntesis de todos los cuentos y relatos que escuché de su boca en mi niñez. Abrazos.
Lee también
Cartas que nos escribió Osvaldo Soriano
La solidaridad en tiempos de la pandemia
Muchísimas gracias Gabriel por tu lectura y tu trabajo de edición. Enorme gratitud por tener tu generosa mirada.
Me encantó preparar y publicar el cuento de Adriana, y quedé envuelto por la ternura de un texto de realismo mágico que nunca deja de ser absolutamente verosímil.