Nunca había ido a una peña literaria, pero aquel sábado de octubre, exactamente ocho años atrás, mi amiga Agueda insistió tanto que la acompañara, que finalmente accedí. Esa pequeña decisión, trajo profundos cambios en mi vida.
Fue amor a primera lectura, porque después de escuchar aquella narración, supe que eso era lo que necesitaba cada noche para conciliar el sueño.
Lo primero que el me dijo fue: «Quiero que sepas que viven conmigo, mi hijo adolescente y su perra. Te digo esto porque esta perra es su adoración».
Nada podía ser tan grave, ni tan pesado como llegar a la vejez sola. Estaba segura que Él era mi alma gemela, el compañero con quien compartir los buenos y malos momentos y que superaríamos los inconvenientes, que algunos vaticinaban serían inevitables en una relación como la nuestra.
Así fue que un día desperté en una cama compartida, en una habitación diferente y con una perra que me lamía la cara al tiempo que me quitaba las frazadas que me cubrían del frío.
Cada mañana, antes de irse a trabajar, Él, cariñosamente me decía: «Cuidado con dejar la puerta abierta. Mantenela en el patio. Si se escapa, no hay quien la detenga».
Habían pasado unos seis meses desde que empezáramos a vivir juntos. Los presagios agoreros se habían ido disipando. Esa mañana del mes de julio, estaba tan linda que después de llevar a la perra al patio, abrí puertas y ventanas para que la casa se ventilara. Aún en camisón y chancletas, me puse a trabajar en mis cosas.
A pocas casas de la nuestra vivía un alemán, ex soldado de la Segunda Guerra Mundial, quien, por estar ya retirado, su única ocupación era recorrer el barrio buscando vecinos con quien hablar y chismes para retransmitir. Sabía, todo lo que ocurría en los alrededores.
Suena el timbre, asomo la cabeza, y ahí está el alemán. Con expresión desencajada, me notifica que nuestra perra está suelta al frente de la casa.
-¡Cómo! ¡Pero si estaba en el patio!
Corro a ver y efectivamente, la perra no está. Con la pata había empujado y abierto la puerta. El resto fue tan fácil como decir ¡guau!
Regreso a la puerta con la esperanza que haya regresado por sí misma, pero el alemán, con voz que anuncia una derrota inminente, me dice que haga algo pronto porque se está alejando hacia la calle.
-¡Ay, Dios Mío! ¡Ay, mi Dios! Ginger vení para acá.
Ginger sigue caminando como si nada.
-¡Ginger!
Me mira y oliendo mi desesperación, camina un poquito más hacia la calle.
Pienso: «Ah, voy a hacer lo mismo que hicieron esa vez que se les escapó a ellos». Recuerdo que pusieron el auto en marcha, le abrieron las puertas y solita subió.
Corro a buscar las llaves, y aún en chancletas y camisón, subo al auto, lo pongo en marcha y le abro todas las puertas.
Voy manejando despacito, siguiéndola de cerca. Empiezo a gritarle…
-¡Ginger, vení acá, Ginger, perrita, vení, subí!
Nada. Me pregunto si en mi angustia no le estaré diciendo lo contrario. Me escucho otra vez decirle que vuelva, que la queremos, que ella es la mejor…
Es como que si en vez de invitarla a subir, le estuviera ordenando correr. Y corre, y empieza a tomar velocidad. Y yo por detrás con todas las puertas del auto abiertas, parezco el carrito de los helados.
Poco más adelante la calle se cierra para los autos, pero tiene una abertura para peatones que comunica con la Nordhoff, una avenida muy transitada, especialmente a esas horas de la mañana.
-¡Ay Dios mio, si llega al final de la calle, estoy perdida! Ginger, por favor, subí. Perrita, vení, linda, subi. Perra de mierda.Si llegaba antes que ella, podría bloquearle el paso, pero mientras más aceleraba, más carrera ella tomaba. Y ocurrió. Llegó antes que yo, atravesó la abertura y se lanzó a la experiencia más excitante de su vida perruna.
En ese instante, imágenes catastróficas cruzaban mi mente a la velocidad de la luz e iban desmoronando poco a poco mis expectativas de futuro en familia: La perra bajo las ruedas de un auto, el hijo llorando desesperado, el padre culpándome por mi negligencia, el final de la pareja, el triunfo de los agoreros, la vejez solitaria.
-¡No!
Tiro las chancletas, dejo el auto en marcha y salgo corriendo detrás de la perra. El tráfico viene, la perra va, y yo detrás. Los autos tratan de esquivarnos, ella apura la marcha, y yo la sigo a escasos metros sin miras de alcanzarla. Nos acercamos a la intersección. Deseo inútilmente que la luz roja logre frenarla, como a veces ocurre con los automovilistas. Pero ella cruza en rojo y sigue corriendo con las orejas al viento. Yo detrás, agitando los brazos y gritando a todo pulmón:
-Please, help, help…
No sé cómo crucé la intersección, ni siquiera vi autos, sólo veía una perra que cada vez se hacía mas chiquita.
-Señor querido, ayúdame a salir de ésta. ¡Ginger, vení para acá!. ¡San Roque, San Roque, que este perro ni me mire ni me toque! Ah, no, ese santo es para que se alejen. ¿Cuál será para que se acerquen? Oh, madre mía, vos que estas más cerca del Poderoso, hace que me ayude. Si a esta perra le pasa algo, me tengo que retirar al exilio.
La carrera había empezado a la altura del 14000 y sabía que esa calle terminaba como al 25000. Mientras corría y rezaba, me preguntaba hasta dónde llegaríamos. No le veía el fin a esta tragedia. Sólo se me ocurría seguir corriendo hasta donde las fuerzas me alcanzaran.
-Que pase algo, que pase algo, por favor, prometo que voy aprender a cocinar, prometo que no voy a protestar cuando se meta en la cama con nosotros, pero, por favor, ¡que se detenga!
Llevaba casi cuatro cuadras corriendo, cuando empecé a sentir que me faltaba el aliento. Tuve que parar a juntar aire. La perra también aflojó la marcha. Se detuvo un momento, torció a la derecha, cruzó la calle y se internó en el Balboa Recreational Center, un pequeño parque del barrio. En ese momento me di cuenta que mis esfuerzos no habían sido en vano y que desde el mas allá me estaban tirando lianas. A medida que había ido avanzando en mi persecución, mis gritos y ademanes habían llamado la atención de varios conductores y caminantes: el camión de la compañía de teléfonos, la pick-up de un jardinero, la muchacha que paseaba perros, el auto de un vendedor de seguros, la Van de la señora con varios niños, los muchachitos que terminaban su partida de tenis, todos se habían ido sumando detrás mío, hasta formar un pequeño escuadrón de rescate.
Al principio, la multitud había seguido a una mujer con los pelos alborotados, los ojos desorbitados, descalza, que gritaba y gesticulaba quien sabe qué, ya que con el ruido no se entendía lo que decía. Algunos pensaron que estaba escapando de un marido abusador; otros, que la perseguía la policía; y la mayoría, asumió que la pobrecita estaba sin la medicación.
Cuando llegamos frente al parque ya habían entendido que no era loca sino que estaba enloquecida. Entre todos formamos una cerca, los de la compañía de teléfonos trajeron cables, e hicieron lazos. Fuimos achicando el círculo, hasta que uno de ellos, con un tiro certero, la enlazó y así la detuvimos.
Agradecí a todos y el vendedor de seguros, apiadándose de mi lamentable estado, se ofreció a llevarme de regreso a casa. La perra en el asiento de atrás, y yo, en camisón, al lado de un señor que en mi vida había visto.
De pronto me acordé que había dejado el auto con las puertas abiertas y las llaves puestas. Le pedí que se detuviera donde había dejado el Jetta, le di las gracias y se marchó.
Llegamos al lugar y, ¡Oh, no!, el auto había desaparecido.
Con una nueva angustia pesándome sobre los hombros y los pies ensangrentados, caminamos silenciosas una a la par de la otra. Al llegar a la casa, vi con gran alivio que el auto estaba en el garage con las puertas cerradas, las llaves y las chancletas prolijamente acomodadas sobre el asiento. El alemán había hecho su contribución.
Estuve una semana sin poder caminar bien, me dolía hasta el aliento. Fui ascendida a la categoría de héroe nacional, oficialmente me incluyeron en la historia familiar y ya no hubo dudas que mi amor era incondicional. En ese momento un resplandor de sabiduría trascendental iluminó mi mente y me di cuenta que una vejez solitaria no era ni tan grave, ni tan horrorosa.