Un factor esencial en toda democracia liberal es el poder representativo a partir de elecciones libres y limpias. Se trata de mecanismos que tienen por intención la igualdad de oportunidades y de potencialidades en los ciudadanos. Es una de las herencias más importantes de la Ilustración, del Siglo de las Luces, el Siglo XVIII y que tuvo una de las más notables manifestaciones en la Revolución Francesa del 14 de julio de 1789.
A su vez, una condicionante esencial en esos procesos electorales es que los financiamientos puedan tenerse de manera equitativa, evitando lo que serían las posiciones “dominantes” o “estratégicas” de específicos grupos de interés, partidos políticos o bien individuos en las elecciones. Quienes financian las campañas son agentes de mucho poder. No sólo esto se evidencia en los procesos de elección sino también, y esto socava la democracia representativa, durante el ejercicio de los mandatos.
Es obvio que cada país tiene sus particularidades. En Latinoamérica, por ejemplo, lo que pueden ser mecanismos legales “violables” interfieren con el ejercicio liberal de las votaciones como mecanismos de representatividad en la toma de decisiones ciudadanas. Se trata en general de Estados pre-modernos, en donde más que privilegiar las normas ciudadanas, las leyes, y las instituciones, se busca al líder carismático, tal y como lo definió Max Weber a inicios del Siglo XX.
Sin embargo, el caso de Estados Unidos, un país con Estado moderno -eso se asume- presenta rasgos por demás interesantes, que con Trump se encaminan a la premodernidad. Si allí ocurren desavenencias, esas tenderían a ser mayores en condiciones de subdesarrollo.
Si esos financistas políticos son pocos y colocan una significativa cantidad de recursos, los funcionarios electos, presidentes, vice-presidentes, senadores o bien representantes en la Cámara Baja, además de alcaldes y gobernadores, van a tener restringida la agenda sobre la cual pueden operar.
De esa manera la influencia de grandes capitales captura el sentido democrático y quienes son electos deben responder más a los intereses de grandes grupos de presión que a los de la mayoría de los electores.
Con base en lo anterior, desde el Siglo XIX la sociedad estadounidense, dueña de la que sería la democracia de mayor edad en el planeta, se preocupó de regular a quienes financiaban las campañas políticas.
La historia podría arrancar desde el estado de práctica bancarrota en que quedó un abogado de Illinois en su intento por ganar una elección en 1858. Luego de este evento logró recuperarse y a fines de 1860 resultó electo como el décimo sexto presidente de Estados Unidos. Se le recuerda como uno de los más grandes estadistas del país. Era Abraham Lincoln.
Intentos serios que fortalecieron las condiciones políticas de esa nación en cuanto a que la estructura electoral respondiera a los intereses de grandes mayorías, fueron los realizados en 1907, 1925, 1979 y 2002. Con esas resoluciones y con la estructura de la Comisión Federal Electoral, se fue conservando hasta cierto punto con límites, la influencia que se tendría de fondos privados, especialmente aquellos que se originan en las grandes corporaciones.
No obstante, el 27 de marzo de 2002 se firmó una ley que iba permitiendo que más grandes capitales pudiesen financiar campañas políticas. Se trató de la ley McCain-Feingold. Lo que ha resultado más dramático, en cuanto a repercusión en las elecciones, fue la aprobación en enero de 2010. Para ese entonces la Corte Suprema amplió los límites de financiamiento que se pueden tener por parte de grandes corporaciones, monopolios funcionales de productores, representantes de fuertes grupos de presión en Estados Unidos.
Con ello, aunque ha pasado inadvertido para la gran prensa, se tiende a socavar las bases del sistema democrático. Es necesario tomar en cuenta que muchas de las campañas son exitosas en la medida que la publicidad y la propaganda de ciertos candidatos, logra imponerse sobre las postulaciones rivales.
A nadie escapa que, con mucho, las elecciones son concursos de popularidad en donde no tienen mayores prioridades los análisis de fondo de las propuestas. En lugar de ello las discrepancias en los debates, los temas personales y lo mediático de los candidatos, tienen mayor preponderancia electoral. De allí que se trate de captar las preferencias de voto con estrategias diseñadas a manera de “marketing”. Se trata de modificar o manipular percepciones y formas, más que contenidos. Las campañas electorales se van convirtiendo en un gran ejercicio de humos y espejos.
En la actualidad, tanto entre demócratas como republicanos, los candidatos ganadores tienden a ser los favorecidos con los grandes capitales. Un caso paradigmático sería el del propio Trump. Grandes corporaciones impulsan la predominancia de las campañas. El basamento general de los procedimientos se sustenta en la carencia de información entre la ciudadanía. Estimula los votos en función emotiva por parte de grandes conglomerados sociales. Cosas del “realpolitik” para seguir el término acuñado por Otto von Bismarck (1815-1898) en sus esfuerzos por la reunificación alemana.
En contraste, en Europa las campañas no sólo son breves, sino que los fondos que las financian son muy limitados con base en disposiciones legales. Esos recursos son estatales. Relajar los límites de financiamiento permitiendo una mayor participación de grandes capitales es propiciar que la democracia representativa quede cautiva de intereses minoritarios, no siempre coincidentes con un desarrollo nacional sostenible en lo económico, sustentable en lo ecológico y equitativo en lo social.