Todas las mañanas me siento frente al ordenador con una página en blanco. Veo el teclado en el que apenas de distinguen las letras de tanto que las he machacado y me cuesta escoger la primera palabra. Suspiro y tomo otro sorbo de café. Esto me vuelve a la vida. Es el olor lo que me despierta los sentidos. Parpadeo. Cómo he cambiado en tres años, pienso, mientras me acomodo el copete alborotado y estiro el ceño que frunzo más de lo que debería por una mala costumbre. Me saboreo los párrafos que saldrán de este momento. ¡Qué delicia!
Intento recordar eso y arrugo la frente un poco más. ¿Cómo era antes? Todo está borroso. ¿Antes de qué?
Conecta Arizona
Recorro mis redes sociales en un afán de refrescar mi memoria. Veo las frases motivacionales que solía compartir como un autoconsuelo ante la frustración y la impotencia de pudrirme en un trabajo tóxico que me despojaba del ser, mucho más seguido de lo que me gusta reconocer en voz alta. Deslizando entre memes y fotografías, entre refranes trillados y psicología barata, descubro mi despertar.
Desde pequeña me enamoré del arte de preguntar. Nadie se sorprendió cuando escogí una profesión en la que podría vivir de ello.
He entrevistado a presidentes, artistas y empresarios, a famosos (muchos) y a migrantes en duelo; pero en la soledad, me acribillaba a mí misma. He ganado premios y aplausos; pero aun así sentía un vacío en el estómago. Ningún triunfo me sabía a mío. Siempre (me) justificaba los éxitos. Mi yo del ayer se preguntaba mucho todo el tiempo; me hice todas las preguntas incorrectas, por eso nunca respuesta me daba consuelo. Esa hoja en blanco que hoy me saboreo, antes me sabía amarga.
¿Qué es el éxito, al fin y al cabo?
¿Quién lo define y a dónde nos lleva? He tachado las definiciones que otros me habían impuesto antes y aún no termino de escribir la propia, pero sé que ya es un triunfo no tener que hacerlo sola. Hoy el barrio me respalda.
Hace tres años recorría el camino siempre sola, de lejos, rodeada de muros tan nómadas como yo. Pensaba que tenía que siempre ir cuesta arriba, con las manos llenas y los hombros cargados. Me obligaba a jalar y meter tracción. Hasta que una comunidad me abrazó, me liberó los brazos y me acompañó.
En tres años, un grupo de WhatsApp me ayudó a lamerme las heridas de las espinas de una industria periodística que nos desangra hasta los sueños. Pensé que Conecta Arizona un duraría solo un par de meses y desapareceríamos como la pandemia. Pero esa bolita de nieve de convirtió en una avalancha.
¡Felices primeros tres años, Conecta Arizona! Por más cafecitos que nos ayuden a devolverle el diálogo al periodismo.