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Crónicas desde el Hipódromo | Enchilado

Crónicas desde el hipódromo | enchilado

Hoy fue una de esas mañanas en que los cinco minutos en la cama después de apagar el despertador, se volvieron treinta y el momento de abrir la llave del agua caliente de la ducha, se convirtió en un torrente de agua fría porque el calentador por razones inexplicables estaba apagado.

Me asomé al balcón y una densa capa de color gris cubría el horizonte en todas direcciones, como si se tratara de un mal augurio entre el clima frío y el cielo despejado

Apenas tuve tiempo para un café y salí rápidamente rumbo al trabajo. En cuanto crucé el umbral de la puerta del edificio sentí irritada la nariz o como diría mi abuela, la traía “enchilada”.

El ardor cesó cuando me introduje al metro. Abordé el vagón lleno como todas las mañanas esperando que el trayecto fuera rápido y sin contratiempos. A mitad del camino, a 35 metros bajo tierra, el tren se detuvo y nos quedamos sin sistema de ventilación. A media luz perdí la noción del tiempo hasta que el chofer informó que el neumático reventado de un tren en la estación más próxima había provocado la suspensión temporal del servicio y que tendríamos que esperar algunos minutos. Yo ya andaba “enchilado” porque iba a llegar tarde a la oficina, pero no sabía que era peor, si el ambiente sofocado que había en el interior o estar escuchando las infidelidades de una pareja que estaba frente a mí y no paraba de hablar. Me sorprendió como todos mantuvimos la calma en el interior. No cabe duda de que los mexicanos somos seres extraños.

No sé cuánto tiempo transcurrió pero el servicio se restableció con la advertencia de que había humo en la estación próxima y debíamos cerrar las ventanas protegiendo nuestra nariz.

Salí corriendo de la estación, pero sentí que la presión se me bajaba. Decidí comprar un jugo en un puesto para recuperarme. Aceleré el paso pero volví a sentir irritada la nariz. El mar de coches y personas que se presentaba a mi paso me agobiaba. Era como si todos estuviéramos atrasados y apurados por llegar.

Mis hombros chocaron un par de veces de manera accidental, como si el espacio de circulación se redujera de manera sorpresiva. El ruido de claxon y motor se mezclaba entre nuestros pasos y el silbato del agente de tránsito.

Necesitaba llegar al banco antes. Era un simple depósito pero no había sistema. Había que llenar una ficha que tenía más espacios que un crucigrama. No lo podía creer. Estaba más “enchilado” por el servicio tan sui géneris que brinda nuestra banca privada. De vez en cuando extraño la banca en manos del Estado. De verdad.

Llegué a la oficina y la alarma se había botado. Llamaron de la central para preguntarme la clave secreta antirrobo y de la cual desconocía su existencia. Tuve que esperar a los de la seguridad privada para explicarles a detalle lo que pasó, llenar un formulario y entregarles una copia de mi identificación. No sé cuánto tiempo perdí pero ya tenía en puerta una de esas juntas interminables.

Todo se resumió en aclarar una serie de chismes entre el personal. A media reunión ya me estaba durmiendo y divagando en otros mundos muy lejanos.

El trabajo fue un suspiro a final de cuentas, pero como suele suceder, cinco minutos antes de la salida, mi jefa me llamó para decirme que debíamos hacer una visita de trabajo. No lo podía creer. Me volví a “enchilar”.

Terminé la jornada una hora y media después moviéndome entre un mar de muchachas enloquecidas que se cruzaban en mi camino e iban rumbo al concierto de Luis Miguel.

Al final cedí y me dejé llevar por el viento frío que chocaba en mi rostro, mientras observaba la luna que se asomaba al oriente y caía en cuenta de que mi nariz volvía a la normalidad, queriendo olvidar este día de locos y “enchiladas”.

 


Crónicas desde el Hipódromo | “Enchilado”.

Desde un punto del Valle de Anáhuac.

Hoy fue una de esas mañanas en que los cinco minutos en la cama después de apagar el despertador, se volvieron treinta y el momento de abrir la llave del agua caliente de la ducha, se convirtió en un torrente de agua fría porque el calentador por razones inexplicables estaba apagado.

Me asomé al balcón y una densa capa de color gris cubría el horizonte en todas direcciones, como si se tratara de un mal augurio entre el clima frío y el cielo despejado

Apenas tuve tiempo para un café y salí rápidamente rumbo al trabajo. En cuanto crucé el umbral de la puerta del edificio sentí irritada la nariz o como diría mi abuela, la traía “enchilada”.

El ardor cesó cuando me introduje al metro. Abordé el vagón lleno como todas las mañanas esperando que el trayecto fuera rápido y sin contratiempos. A mitad del camino, a 35 metros bajo tierra, el tren se detuvo y nos quedamos sin sistema de ventilación. A media luz perdí la noción del tiempo hasta que el chofer informó que el neumático reventado de un tren en la estación más próxima había provocado la suspensión temporal del servicio y que tendríamos que esperar algunos minutos. Yo ya andaba “enchilado” porque iba a llegar tarde a la oficina, pero no sabía que era peor, si el ambiente sofocado que había en el interior o estar escuchando las infidelidades de una pareja que estaba frente a mí y no paraba de hablar. Me sorprendió como todos mantuvimos la calma en el interior. No cabe duda de que los mexicanos somos seres extraños.

No sé cuánto tiempo transcurrió pero el servicio se restableció con la advertencia de que había humo en la estación próxima y debíamos cerrar las ventanas protegiendo nuestra nariz.

Salí corriendo de la estación, pero sentí que la presión se me bajaba. Decidí comprar un jugo en un puesto para recuperarme. Aceleré el paso pero volví a sentir irritada la nariz. El mar de coches y personas que se presentaba a mi paso me agobiaba. Era como si todos estuviéramos atrasados y apurados por llegar.

Mis hombros chocaron un par de veces de manera accidental, como si el espacio de circulación se redujera de manera sorpresiva. El ruido de claxon y motor se mezclaba entre nuestros pasos y el silbato del agente de tránsito.

Necesitaba llegar al banco antes. Era un simple depósito pero no había sistema. Había que llenar una ficha que tenía más espacios que un crucigrama. No lo podía creer. Estaba más “enchilado” por el servicio tan sui géneris que brinda nuestra banca privada. De vez en cuando extraño la banca en manos del Estado. De verdad.

Llegué a la oficina y la alarma se había botado. Llamaron de la central para preguntarme la clave secreta antirrobo y de la cual desconocía su existencia. Tuve que esperar a los de la seguridad privada para explicarles a detalle lo que pasó, llenar un formulario y entregarles una copia de mi identificación. No sé cuánto tiempo perdí pero ya tenía en puerta una de esas juntas interminables.

Todo se resumió en aclarar una serie de chismes entre el personal. A media reunión ya me estaba durmiendo y divagando en otros mundos muy lejanos.

El trabajo fue un suspiro a final de cuentas, pero como suele suceder, cinco minutos antes de la salida, mi jefa me llamó para decirme que debíamos hacer una visita de trabajo. No lo podía creer. Me volví a “enchilar”.

Terminé la jornada una hora y media después moviéndome entre un mar de muchachas enloquecidas que se cruzaban en mi camino e iban rumbo al concierto de Luis Miguel.

Al final cedí y me dejé llevar por el viento frío que chocaba en mi rostro, mientras observaba la luna que se asomaba al oriente y caía en cuenta de que mi nariz volvía a la normalidad, queriendo olvidar este día de locos y “enchiladas”.

Autor

  • Ricardo Trapero

    Arquitecto por vocación y destino, escritor por convicción. Desde muy joven emprendí el viaje por la libertad. En mi camino he visto, percibido y palpado tanto, que un día decidí plasmarlo de la mejor forma que entendía. Las letras que han sido mis entrañables compañeras, cada día me acercan un poco más a la libertad, la cual aún no he encontrado pero que ya siento cerca. Creatura hombre, mexicano y sibarita en entrenamiento.

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