Crónicas desde el Hipódromo | Centenario
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Desde un punto del Valle de Anáhuac
Pensaba yo que la celebración de la Revolución Mexicana tendría un significado especial en la capital y más en este 2010 que se cumplen cien años de que inició el movimiento.
Pero a veces pienso también que no hay sociedad más desapegada a las celebraciones patrias que aquella en la capital del país.
Será por su cultura o el desencanto de vivir siempre tan cercanos al calendario oficial, que los días festivos se vuelven uno sólo y el único provecho de los mismos es que no se trabaja y se puede descansar.
Es más fácil encontrar a la población celebrando en las pequeñas comunidades rurales que en los centros urbanos de la República.
Allí, los mitos y leyendas de la Revolución recorren aún las calles, reflejados en las niñas disfrazadas de “Adelitas” y niños de revolucionarios de bigote y sombrero.
Tan extraño terminó siendo este centenario, que la mayoría de las eventos del gobierno local y federal se movieron del día festivo que era el 20, al 27 de noviembre, por cuestiones que nadie terminó de entender, pero que como siempre, estuvieron llenos de parafernalia y poca sustancia.
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– Sabes que se celebró este 20 de noviembre?, – pregunto a un joven estudiante.
– Es el Día de la Independencia no?, – me contesta frunciendo el ceño.
– ¿Quién es tú héroe revolucionario? – Le pregunto a alguien que ya sabía que se celebraba.
– Miguel Hidalgo y Costilla, – responde con seguridad.
– ¿Y cuál legado piensas que nos ha dejado la Revolución? –. Ahora mi interlocutor es alguien que sabe del tema.
– Nada. Hace mucho que la Revolución dejo de ser algo para convertirse en eso, en nada.
De niño siempre me costó trabajo entender la Revolución Mexicana. Creo que fue hasta que vi completa la serie de “Biografía del Poder” en aquellas noches de desvelo de la secundaria mientras adelantaba trabajo de dibujo técnico, cuando pude comprender los hechos y los personajes involucrados.
Hoy la palabra Revolución me cuesta trabajo asimilarla. Comprendo a los chinos, a los cubanos o a los coreanos del norte cuando celebran la suya. Desconozco si la sigan recordando los rusos. Pero en estas tierras parece haberse vuelto una palabra mítica, de viejas historias sangrientas que bien podrían corresponder a un comic.
Ese punto de inflexión de la historia mexicana, cuando la mayoría de la población, como en pocas ocasiones en la historia, se transformó en un movimiento que buscaba romper con el pasado y generar un futuro más promisorio para la nación, nunca se encauzó por medio de metas definidas por los guías que encabezaron al final el rumbo que debía seguir el país.
La República Restaurada quedó en el olvido, atrapada entre caudillos del pasado y del futuro, para instaurar una dictadura perfecta, que fue experimentando todos los regímenes posibles que podían tener cabida en los lamentablemente llamados Estados Unidos Mexicanos.
De una Constitución de vanguardia que quedó atrapada en un mundo paralelo al nuestro en su aplicación, ejecución y sanción, pasamos por un régimen socialista de avanzada, para transformarnos en nacionalistas capitalistas revolucionarios y terminar con las fronteras abiertas de par en par en todas las variables del mal llamado neoliberalismo.
Los revolucionarios terminaron fragmentados entre el centro y la izquierda, pero con la genética intacta, para dar paso a los críticos revolucionarios de derecha, que terminaron demostrando que ellos eran hijos de la Revolución también y que podían copiar y mejorar sus patrones, para desencanto de los pocos que desprovistos del manto de la manipulación y la enajenación política, han terminado por darse cuenta que la cultura revolucionaria terminó por contaminarnos a todos y cada uno de los ciudadanos de la República.
Cien años del natalicio de un monstruo que terminó por devorarse a si mismo, hasta consumirse por completo, para aparecer de nuevo, divagando por cada rincón del país, como un fantasma que sigue creyendo que está vivo, porque algunos ignorantes lo invocan para justificar sus errores y diluir sus miedos, dejando constancia de que olvidamos nuestra historia y estamos condenados a repetirla.