Hay lugares que desencadenan algo en mí. La primera vez que fui a la Isla Ellis, en Nueva York, tuve que respirar más lento y profundo cuando sentí que las sienes me retumbaban. Ese lugar fue un centro de procesamiento de migrantes que cruzaban océanos para llegar a Estados Unidos en busca de una vida mejor; era la frontera entre el nuevo mundo y la tierra de la que huían. También fue un colador de sueños y un borrador de culturas. Ahí se despojaban de ropas, trenzas y pertenencias, para “asimilarse” a un sistema que condenaba a los que se veían, hablaban y pensaban diferente.
Como cualquier puerto de entrada, era el final y el comienzo; la contradicción en un punto geográfico en el que tanto se muere como se nace. Era el júbilo de lograrlo y la crueldad de tener que pagar con la esencia por ello. Estoy segura de que muchas atrocidades se enterraron con los primeros que llegaron, porque nadie las contaba, porque eso también es parte del síndrome del recién llegado, uno que conozco mejor de lo que cuento. Soy migrante y mi consciencia de ello es parte muy importante de mi identidad.
La política y un despertar social -a medias- nos ha obligado a hablar de los que llegan, pero pocas veces volteamos a ver a los que ya estaban aquí. Les hicimos lo mismo y más. Los despojamos y los condenamos; los olvidamos.
La primera vez que recorrí el Museo Heard, en Phoenix, sentí exactamente lo mismo que en la Isla Ellis. Hay una exhibición en la que se expone la historia y los abusos del sistema educativo de Estados Unidos que, a través de escuelas internados, obligaban a las comunidades indígenas a “cristianizarse”. Fue un horror. Niños tan pequeños como de 4 años era arrebatados de sus familias para obligarlos a cambiarse el nombre, cortarse el cabello, renunciar a sus ancestros y profesar una religión que nada de le parecía a su herencia cultural. Trataban de blanquearles el espíritu, porque no podían hacer lo mismo con la piel.
En Arizona había 47 de esos internados, era el segundo estado con más institutos de este tipo en la nación, solo después de Oklahoma. Algunos de los menores que entraban, nunca volvían a casa, y otros renegaban de su pasado cuando se “graduaban” en un sistema; muchos escaparon o murieron y para la gran mayoría no hubo vuelta atrás. Así se fueron perdiendo rituales y lenguas, el sentido de pertenencia que mantenía el legado de las tribus.
El Gobierno Federal, en un afán de defender una soberanía ideal, ha tratado de borrar culturas e identidades, desde los pueblos originales hasta los niños migrantes. Pero somos resilientes y por fin nos voltean a ver; los estamos forzando.
El presidente Biden viajó a Arizona para ofrecer una disculpa presidencial a las comunidades indígenas por tanto dolor, por los horrores y los despojos; ese debería de ser solo el primer paso, porque un “lo siento” no es suficiente, si no viene acompañado de un “no lo volveremos a hacer”. ¿Quién se asegura de que no se repita la historia?