Te absorbieron en las lejanas ciudades
y te arrojaron a la calle donde se amordaza la luz.
No escucharon tu canto de sudor vencido.
Sobre tu noche hiere
el galope de la luna.
Como el ala de un ave muerta bajo el agua
te cobijan cartones y latas y esperanzas.
Duermes el sueño estupefacto
de la que atisba la verdad desnuda
tiernamente apagada en el brillo del pasar.
Han sido muchos días imitando el palpitar
de la caridad asfixiante de la calle.
Desheredada de techos y rumores de polvo
acaso duermas,
con toda certeza ya no sueñas.
—Nela Río, poeta argentina-canadiense
La primera vez que Octavio Paz recorrió las calles de Los Ángeles en la década de los 40, vio a sus paisanos mejicanos como sombras, como figuras evanescentes recortadas contra los rascacielos del centro de la ciudad: “Lo que me parece distinguirlos del resto de la población es su aire furtivo e inquieto, de seres que se disfrazan, de seres que temen la mirada ajena, capaz de desnudarlos y dejarlos en cueros”, diría Paz en su ensayo seminal El laberinto de la soledad, publicado en 1950. Si volviera Paz a Los Ángeles del año 2022 vería no solo a mejicanos sino a decenas de miles de habitantes de distintas procedencias, amontonados, furtivos e inquietos también, sobreviviendo en tiendas improvisadas y maltrechas en las aceras, a la orilla de las autopistas, debajo de los puentes, sin un rincón digno dónde protegerse de la noche, ni tener siquiera el más mínimo asomo de algo parecido a lo que llamamos casa.
Bienvenidos a Los Ángeles desalados del siglo 21. Y por extensión, también a New York, Chicago, San Francisco, Seattle, San Diego, y a las decenas de otras ciudades de esta Norteamérica de la abundancia, de cuyas desigualdades socioecónomicas pocos quieren hablar porque les avergüenza, o porque desnuda el lado oscuro de su realidad. Aquella que contradice el mito fundamental del sueño “americano”. Porque se asume que esta pobreza visible, este desamparo, solo sucede en los países del sur desarrapado. No aquí. Por eso, cuando caminas o pasas en carro por las calles del Skid Row, un barrio de un poco más de un kilómetro cuadrado en pleno centro neurálgico de Los Ángeles, piensas que quizá estás en otra ciudad, no en la capital mundial del entretenimiento. La miseria humana, la suciedad, el mal olor, el hambre urgente, contrastan con la imagen idealizada de las postales de playas veraniegas y de lugares icónicos que envían los turistas. Es el retrato de un fracaso social en movimiento a los que ni las agencias del gobierno ni las organizaciones humanitarias parecen encontrar una solución. Porque pocos van o les interesa ir a la raíz del problema.
Según las últimas cifras disponibles publicadas por el Departamento de Vivienda y Desarrollo Urbano (HUD, por sus siglas en inglés) en el 2020 habían 580.446 personas viviendo en las calles del país, de las cuales 352.211 eran hombres y 223.578 mujeres. Familias con niños, 171.670 y niños/niñas y adolescentes solos, 34.210. Veteranos de distintas guerras, 37.252. “Solo en Los Ángeles había más de 66.400 personas sin techo… un aumento del 13% respecto al año previo” (1), el mayor número de personas en la indigencia comparado con cualquiera otra ciudad. La Autoridad de Servicios de Indigentes de Los Ángeles (LAHSA) destacó por su parte ese mismo año 2020 que los latinos comprendían un 36,1 % del total de personas que vivían en las calles del condado, entre tanto que los afroestadounidenses eran un 33.7%. Estos números muestran que la población más golpeada eran hace dos años los afroestadounidenses, toda vez que solo representan el 7.9% del total de la población, mientras que los latinos/hispanos son el 48.5%, el grupo más numeroso (2). El resto de la población indigente está constituida por blancos no hispanos, personas multirraciales y otros grupos. Debido a las restricciones que impuso el Covid-19 en los últimos dos años y medio, el HUD y LAHSA están todavía a la espera de publicar datos más recientes y precisos en un escenario de constante movilidad y cambio. Es sabido que la pandemia ahondó la crisis económica y de vivienda y que decenas de miles de nuevas familias e individuos son nuevos habitantes de la calle.
Las causas de fondo de por qué tantas mujeres, hombres, jóvenes, niños y niñas viven en la completa indigencia y sin un techo sobre sus cabezas, son variadas. El periodista y escritor Conor Dougherty, en su libro Golden Gates: Fighting for Housing in América (Las puertas doradas: La lucha por vivienda en los Estados Unidos), publicado en 2020, arguye que uno de los problemas tiene que ver en parte con la concentración de lugares para oportunidades de trabajo y desarrollo y el creciente costo de vivir cerca de dichos epicentros. Dougherty analiza el problema en California, con casos de estudio en San Francisco y Los Ángeles, y destaca el hecho de que el estado “tiene la dudosa distinción de haber logrado producir los más altos ingresos de los Estados Unidos a la vez que las mayores tasas de pobreza”, una vez que los costos de vivienda entran en la ecuación (3).
Entre las razones para los altísimos costos de vivienda en California está asimismo la progresiva gentrificación de antiguos vecindarios de la clase trabajadora en el centro o cerca del centro de ciudades como Los Ángeles y San Francisco. Decenas de miles de personas que han vivido ahí por generaciones no pueden mantener el costo de seguir viviendo en el área, o de pagar los elevados precios de los alquileres en esas comunidades. Muchos se ven forzados a desplazarse y vivir en ciudades dormitorio a decenas de kilómetros de distancia de sus puestos de trabajo, que a larga crea más gastos y un empobrecimiento en la calidad de vida y de salud. El ciclo de desgaste termina arrastrando a muchos a la indigencia.
A la gentrificación se suma el redlining (las líneas rojas), una táctica camuflada de rezonificación que empezó con el National Housing Act of 1934 (Acta Nacional de Vivienda de 1934) como parte del New Deal, a través de la cual los bancos y otras entidades crediticias negaban (y siguen negando, aunque sea ilegal) la posibilidad de un préstamo de vivienda a personas de bajos recursos y que pertenecen a grupos racializados. A la vez estas instituciones bancarias fueron y siguen siendo generosas en otorgar préstamos a la población blanca, aún cuando no reunieran las condiciones ideales para obtener una hipoteca. Como un efecto subsecuente, la población blanca siguió gozando de mejor status y privilegios, mientras los demás grupos quedan a la intemperie y la indefensión. La crisis para las minorías racializadas se ahondó por la falta de una mayor inversión de los gobiernos federales y estatales en vivienda asequisible de bajo costo, a la vez que las autoridades beneficiaron (y siguen beneficiando) el sistema corrupto del redlining que además subsidia con dinero de los impuestos de la población a propietarios y constructores ricos y mantiene en estado de emergencia económica a los inquilinos pobres.
En su libro The Color of Law: A Forgotten History Of How The U.S. Government Segregated America (El Color de la Ley. La historia olvidada de cómo el gobierno de los Estados Unidos segregó el país), de 2018, Richard Rothstein indica que los programas federales de vivienda de la década de los 30 crearon “un sistema de segregación auspiciado por el estado”, cuya práctica y efecto siguen hasta hoy, y en última instancia se reflejan en las decenas de miles de afroestadounidenses y latinos que hoy viven en las calles. Rothstein apunta que la Federal Housing Administration (FHA) “subsidió a constructores que estaban produciendo secciones de edificios de apartamentos y casas para la población blanca, con la condición de que ninguno de ellos fueran vendidos a los afroestadounidenses” (4).
El desempleo, los salarios que no se compensan con el costo de vida, la violencia doméstica, la drogadicción y las enfermedades mentales son sin duda otros factores determinantes para que las personas terminen viviendo en la calle y en la mendicidad. Pero lo que tuerce y desvirtúa la verdadera razón de esta crisis fabricada es la percepción pública que termina criminalizando a los indigentes, que son las verdaderas y únicas víctimas: despojos de una tragedia humana, cuya existencia es el resultado de prácticas históricas, abiertas o soterradas, de exclusión, discriminación, segregación y supremacismo racial.
Mientras no se confronte el verdadero problema de la crisis de vivienda y la indigencia, que es histórica y estructural, herencia de la colonia, la esclavitud y las nuevas variantes segregacionistas y del supremacismo blanco, el problema no solo seguirá latente sino que seguirá creciendo a un punto que se desborde en un estallido social. Hasta que nuevos actores políticos progresistas y antiracistas no transformen la política, las leyes, y pongan en marcha acciones de reparación y de inclusión social, que cobije a las poblaciones marginalizadas y racializadas, estaremos solo poniendo remiendos a una tragedia que se ahonda cada vez más. Mientras tanto, los muchos más de medio millón de ciudadanos sin techo seguirán disfrazados con sus harapos, expuestos a la mirada de los transeúntes indiferentes que terminan de desnudarlos y dejarlos en cueros.
Fuentes citadas:
1) “Los Ángeles censa a su creciente población sin techo”, 26 de Febrero de 2022; “The Challenge. Th fact about homelessness”. Lotus Campaign, Charlotte, NC, 25 agosto, 2022.
2) “Cifra de indigentes crece en Los Ángeles con latinos a la cabeza del problema”, Efe News, 12 de junio, 2020.
3) Golden Gates: Fighting for Housing in América, por Conor Dougherty, 2020.
4) The Color of Law: A Forgotten History Of How The U.S. Government Segregated America, por Richard Rothstein, 2018.
Este artículo fue apoyado en su totalidad, o en parte, por fondos proporcionados por el Estado de California y administrados por la Biblioteca del Estado de California.