Ya parte el galgo terrible
a matar niños morenos.
Ya parte la cabalgata
la jauría se desata
exterminando chilenos
ay que haremos, ay que haremos
ya parte la cabalgata,
ay que haremos, ay que haremos.
Con el fusil en la mano
disparan al mexicano
y matan al panameño
en la mitad de su sueño.
Buscan la sangre y el oro
los lobos de San Francisco,
golpean a las mujeres
y queman los cobertizos.
—Pablo Neruda, en Fulgor y muerte de Joaquín Murieta
Este 2 de febrero se cumplen 175 años de la firma del Tratado de Guadalupe Hidalgo (1848-2023), sin duda el documento más significativo y determinante de la larga y conflictiva historia de México con los Estados Unidos. Por extensión, hay que decir que este sería también uno de los documentos de mayor importancia para las relaciones futuras de los Estados Unidos con el resto de América Latina porque mostró lo que EE.UU. estaba dispuesto a hacer con los demás países al sur del continente y el Caribe. Cuando Estados Unidos impuso los términos de este acuerdo de paz, que sellaría el fin de la guerra mexico-estadounidense de 1846-1848, el país del norte se terminó apoderando de más del 50 porciento del territorio mexicano, equivalente a cerca de 2 millones 400 mil kilómetros cuadrados, donde vivían un promedio de cien mil ciudadanos mexicanos.
La invasión y posesión de tierras mexicanas ya había comenzado antes y durante la guerra a través de múltiples escaramuzas. Una de ellas fue la incursión militar en los territorios mexicanos del oeste, comandada por el general John C. Fremont, quien en 1847 ya había dominado militarmente el enorme estado mexicano de la Alta California. La otra acción expansionista, de consecuencias geopolíticas más inmediatas, fue la anexión de facto del estado mexicano de Texas en 1845. Un territorio al que México había invitado a colonos angloestadounidenses a vivir allí, con la condición de que juraran lealtad a México, aprendieran español y se hicieran católicos. Resultado: con el crecimiento de la población anglo, estos terminaron adueñándose de Texas, no aprendieron español y siguieron siendo protestantes, o de cualquier otra creencia que tuvieran. Y claro, ante la resistencia del gobierno mexicano de aceptar la anexión de Texas, el presidente James K. Polk le declaró la guerra en 1846 y envió sus tropas al vecino del sur.
Fue la excusa perfecta para adelantar sus planes de conquista territorial ante un México debilitado por divisiones políticas internas y una devastadora crisis financiera dejada por las guerras de independencia. En dos años de guerra desigual y feroz, las fuerzas navales y de tierra de los Estados Unidos ocuparon México y se tomaron la capital. Reunidos los delegados de los gobiernos de Polk y del presidente interino Manuel de la Peña y Peña en la villa de Guadalupe Hidalgo, México no tuvo otra opción que firmar el infame acuerdo de paz, redactado e impuesto por los Estados Unidos. Aquel 2 de febrero de 1848, Estados Unidos se anexó, además de Texas, los estados de la entonces llamada Alta California y Nuevo México, en lo que hoy día son los estados de Nuevo México, Arizona, California, Nevada, Colorado, Utah y una porción del actual Wyoming.
Cinco años más tarde, en 1853, Estados Unidos, alterando los límites geográficos impuestos por ellos mismos en el Tratado de Guadalupe Hidalgo, presionaron a Santa Anna, entonces presidente de México, a firmar el Tratado de Mesilla (o Compra de Gadsden) por medio del que se apropiaron de 76 mil 845 kilómetros más de la frontera sur. Aprovechándose de la emergencia económica mexicana, Estados Unidos pagó una indemnización de 10 millones de dólares, y añadió territorio no solo de Arizona y Nuevo México, sino también de California, Sonora y Chihuahua.
Para entender los motivos de estas acciones expansionistas y del intervencionismo de los Estados Unidos desde el siglo 19 hasta hoy, hay que destacar, así sea brevemente, la noción básica y fundacional de este país, que es la del excepcionalismo: la creencia inculcada entre sus dirigentes y sus pobladores ingleses desde los tiempos de la colonia, y desarrollada a partir de la independencia, de ser un pueblo único y diferente a todos los demás, con un sentido de misión política y religiosa hacia las demás naciones del mundo. En la práctica, este paradigma tuvo dos expresiones en el siglo 19 que impactaron primeramente a México y luego al resto de América Latina: la doctrina Monroe y el destino manifiesto.
La doctrina Monroe fue promulgada en 1823 por John Quincy Adams durante el gobierno de James Monroe, y luego bajo la presidencia de Adams en el siguiente período. Impulsó una estrategia a través de la cual los Estados Unidos, empoderados como una nueva nación con pretendida superioridad moral y política, advirtió a los poderes monárquicos coloniales de Europa que cualquiera que quisiera intervenir en América Latina tendría que enfrentarse con ellos. De esa manera, prepotente y unilateral, Estados Unidos se autoproclamó “protector” de países que apenas estaban alcanzando sus independencias, a la vez que, tácitamente, se autoasignaba el derecho exclusivo para intervenir a su antojo en los asuntos de las demás naciones al sur del río Bravo.
Un segundo momento, ligado directamente al concepto del excepcionalismo, fue la creación del mito religioso del destino manifiesto: la noción de que los Estados Unidos habían sido llamados por Dios para extender su territorio a todo el continente. Basados en una artificial y conveniente adaptación de la historia bíblica de la conquista de la tierra prometida, los Estados Unidos se creían con el derecho divino de conquistar a los pueblos que encontraran a su paso y desarrollar así lo que sería una república imperial cristiana protestante/evangélica y anglosajona. Por encima de todo, eso: anglosajona. Por supuesto, esta construcción ideológica del supremacismo blanco se tradujo en una campaña sistemática de desplazamiento, esclavitud y exterminio de los pueblos nativos que encontraban a su paso, el tráfico y uso de más de 400 mil personas traídas como esclavos desde África, y el desprecio y sometimiento de la población mexicana que vivía en los estados mexicanos de Texas, Nuevo México y Alta California. Toda esa masiva campaña de conquista, sometimiento, muerte y esclavitud vendría a ser el origen de la gran acumulación de capital y el predominio político-militar que haría de EE UU una creciente potencia mundial desde la segunda parte del siglo 19.
Aunque la ideología del destino manifiesto había sido articulada por individuos como el presidente Andrew Jackson, el filósofo Ralph Waldo Emerson, y pensadores y escritores como el mencionado Tocqueville, el filósofo inglés John Locke, e inclusive el mismo poeta Walt Whitman, fue el periodista John O’Sullivan quien usó la frase por primera vez. En un artículo titulado “Anexión”, publicado en la revista Democratic Review, de Nueva York, en junio-julio, 1845, dice: “El cumplimiento de nuestro destino manifiesto es extendernos por todo el continente que nos ha sido asignado por la Providencia, para el desarrollo del gran experimento de libertad y autogobierno” (1). Y en un editorial, publicado en New York Morning News, el 27 de diembre de 1845, O’Sullivan señala, “Texas es ahora nuestra… Su estrella y su raya ya se puede decir que han tomado su lugar en el glorioso blasón de nuestra nacionalidad común […] Ella entra dentro de la querida y sagrada designación de Nuestra Patria… California, probablemente, se separará próximamente de la débil adhesión que, en un país como México, mantiene a una provincia remota en una especie de dependencia levemente equívoca de la metrópoli. Imbécil y distraído, México nunca podrá ejercer ninguna autoridad gubernamental real sobre un país así… El pie anglosajón ya está en sus fronteras” (2).
En ese telón de fondo del excepcionalismo, la doctrina Monroe y el destino manifiesto se enmarca la guerra de Estados Unidos contra México y la imposición final del Tratado de Guadalupe Hidalgo en 1848. Un acuerdo de paz cuyos efectos se sintieron de inmediato en los ciudadanos mexicanos que quedaron de la noche a la mañana en territorio estadounidense, y que incluía la población indígena de California, Nuevo México y Texas. Como indicó José Mariano Salas, uno de los generales que peleó contra los Estados Unidos, con la derrota en la guerra y la anexión, “los mexicanos fueron reducidos a la humillante condición de ser extranjeros en su propia tierra” (3).
En su libro The Treaty of Guadalupe Hidalgo: A Legacy of Conflict, el profesor Richard Griswold del Castillo, elabora sobre la infinidad de ocasiones en que los Estados Unidos, y la población anglo que se estableció en los territorios conquistados, incumplió uno a uno los acuerdos del Tratado que garantizaban protección y derechos a la población mexicana. El tratado le daba la opción a los mexicanos que vivían ahora en territorio de Estados Unidos de irse para México o quedarse y convertirse en ciudadanos del nuevo país. Una mayoría optó por quedarse porque confiaba en que sus derechos civiles y de propiedad iban a ser respetados. Sin embargo, en la realidad se convirtieron en ciudadanos de segunda clase, enfrentados a la segregación, el racismo y a un sistemático bloqueo de sus derechos civiles, como el derecho al voto, la educación y el acceso a una vivienda digna. El gobierno creó la Junta de Comisionados de Tierra por la cual quienes no pudieran mostrar un título de propiedad eran desalojados de sus tierras y casas, que pasaban a ser propiedades públicas y eran adquiridas por los anglos. En cuanto al trabajo, los mexicano-estadounidenses quedaron reducidos a sujetos al servicio de los intereses de los recién llegados. Pronto se impuso el inglés y se prohibió hablar español, el idioma que por más de 300 años había sido la lengua oficial de California, Nuevo México y Texas.
La suerte de los indígenas en estos nuevos estados fue una de las más lamentables. La Constitución Mexicana de 1824 los había reconocido como ciudadanos mexicanos con plenos derechos. Pero bajo el Tratado de Guadalupe Hidalgo no fueron reconocidos como ciudadanos de los Estados Unidos, pese a que el artículo VIII del Tratado abarcaba el derecho a la ciudadanía para todos los ciudadanos mexicanos que se quedaran a vivir en Estados Unidos. Por el contrario, como dice Griswold, los nativos fueron “víctimas de asesinato, esclavitud, robo de sus tierras y hambre. [Solo en California] la población indígena se redujo en más de cien mil personas en dos décadas. Los blancos arrasaron las tierras tribales y su gente fue exterminada. La palabra genocidio no es muy fuerte para describir lo que les pasó a los nativos durante ese período” (4). El plan era el exterminio total porque de esa manera no habría quien reclamara sus tierras. Por su parte, los mexicanos de Nuevo México nunca obtuvieron sus derechos básicos como ciudadanos hasta 1912 cuando el estado fue incorporado a la nación.
La fiebre del oro en California, que empieza ese mismo año de 1848, atrajo una multitud no solo de angloestadounidenses sino de personas de América Latina, China y otras partes del mundo. Este aumento desbordado de nuevas personas puso también en cuestión la tenencia de tierras y propiedades de los californios (como se llamaba a los mexicanos del estado) y las disputas se acrecentaron desde todos los frentes. El maltrato, la violencia y el crimen aumentaron no solo contra los de ascendencia mexicana, sino contra los latinoamericanos recién llegados, los afrodescendientes, los indígenas y los asiáticos.
Esta época vio el surgimiento de grupos armados mexicanos luchando por recuperar las tierras que les habían sido usurpadas. La crudeza y maldad de esos años están reflejadas en la obra de teatro Fulgor y muerte de Joaquín Murieta, de Pablo Neruda, que describe la historia del célebre bandido y héroe justiciero, en cuya historia se interesó Neruda cuando estuvo de visita en Berkeley en 1966. En la obra Murieta (o Murrieta) se identifica en ocasiones como mexicano y otras como chileno; un recurso narrativo que usó Neruda para vincular a toda América Latina, de norte a sur, en su crítica contra el intervencionismo de Estados Unidos en la región. Murieta es uno entre muchos, como Tiburcio Vásquez, Juan Cortina, y los cientos de agricultores y mineros chicanos que combatieron el dominio anglosajón en aquellos años inmediatamente posteriores al Tratado.
En medio de este panorama de opresión, muerte y saqueo, hay que tener en cuenta que ni sectores de México ni de los mismos mexicanos que quedaron atrapados como parte de un país extranjero aceptaron las imposiciones de los Estados Unidos pasivamente. Numerosos políticos militaron en el terreno político y judicial para tratar de disolver el Tratado. Entre ellos, el más prominente fue Benito Juárez. Aunque algunos dirigentes mexicanos consideraban que el acuerdo de paz había evitado la fracturación completa de México, para otros como Juárez, dio ocasión al nacimiento de un nuevo nacionalismo en defensa de los intereses del país.
La lucha de los mexicano-estadounidenses contra el racismo, el prejuicio y la discriminación en este país se ha mantenido constante y puntual. Uno de los momentos claves de esa herida que se mantiene abierta, fue el surgimiento del movimiento chicano como parte de la lucha por los derechos civiles en la década de los sesenta y los setenta del siglo 20, en contra entre otras cosas del masivo y desproporcionado número de chicanos que eran enviados a la guerra de Vietnam. En el contexto de estas notas hay que mencionar a Reis López Tijerina, uno de los líderes por la tenencia de la tierra en Nuevo México, quien mantuvo una lucha intensa por la abolición del Tratado de Guadalupe Hidalgo. Y a César Chávez, Dolores Huertas, José Ángel Gutiérrez y Rodolfo “Corky” Gonzalez y López Tijerina, quienes conforman el grupo de activistas más notables y visibles del movimiento chicano por la justicia social. O el grupo de los jóvenes chicanos Brown Berets (Boínas Café) que en 1972 se tomaron la Isla Catalina en el Pacífico californiano para hacer notar al mundo que dicha isla, junto a las demás del Archiélago de Norte y de los Farallones, no están mencionadas en el Tratado de Guadalupe Hidalgo y, por tanto, son territorios en disputa.
Numerosas voces, tanto en México como en los Estados Unidos, se han mantenido discutiendo sobre la legalidad y la posible nulidad del Tratado. Entre las más sonadas se encuentran las del excandidato presidencial y líder de la izquierda mexicana Cuauhtémoc Cárdenas y el abogado Guillermo Hamdan Castro, quienes en 2017 presentaron una propuesta a la nación mexicana de buscar la nulidad del Tratado de Guadalupe Hidalgo sobre la base de que este se realizó haciendo uso de la fuerza y la coacción. La potencial presentación de este caso ante la Corte Internacional de Justicia y la ONU buscaba denunciar el tratado con objetivos de reparación moral nacional y de auténtica indemnización.
A 175 años de dicho acuerdo de paz lo cierto es que la falaz excepcionalidad sobre la que se ha construido el mito del destino manifiesto no ha sido otra cosa que un instrumento de dominación que ha llevado enorme sufrimiento, despojo y muerte a centenares de miles de personas. Los fracasos repetidos de los Estados Unidos en los últimos 60 años, incluyendo la guerra de Vietnam, sus intervenciones desastrosas en América Latina durante la Guerra Fría, las invasiones políticas y militares fracasadas a países del Medio Oriente después del atentado a las torres gemelas en Nueva York, y el asalto al Capitolio en enero de 2020, muestran las contradicciones entre una fabricada vocación mesiánica de carácter moral cristiano y una arrogancia basada en última instancia solo en el poderío capitalista y militar. Estamos en cambio en un tiempo en que debemos replantear la historia de la nación. No en términos de hacer a “los Estados Unidos grandes otra vez”, sino de mirar hacia los verdaderos valores de la solidaridad y la igualdad humana ante los retos por la supervivencia y la sostenibilidad de la única Casa que todos compartimos.
Fuentes citadas:
1) “Annexation”, por John L. O’Sullivan. Democratic Review, Nueva York, julio-agosto, 1845.
2) Editorial, por John O’Sullivan, New York Morning News, December 27, 1845.
3) El Norte: La epopeya olvidada de la Norteamérica hispana, por Carrie Gibson. Editorial Edaf, 2022.
4) The Treaty of Guadalupe Hidalgo: A Legacy of Conflict, por Richard Griswold del Castillo. University of Oklahoma Press, 1990.
Este artículo fue apoyado en su totalidad, o en parte, por fondos proporcionados por el Estado de California y administrados por la Biblioteca del Estado de California.