1 de junio de 2020 – Amanece, y uno desearía que el mundo ya no fuera de una vez por todas el mismo de ayer. Amanece, y en docenas de ciudades a lo ancho de este país millones de personas han pasado la noche en doble confinamiento: el de la cuarentena y el del toque de queda. La doble anomalía enfatiza el drama de un mundo cuyas fuerzas naturales y sociales empujan desde hace mucho tiempo hacia un cambio radical. En los últimos largos meses la única noticia hastiante, fatigante, dolorosa era la de los muertos anónimos o con nombre, pero todos ellos solitarios, que se acumulaban en las morgues de los hospitales en este país, primero en el virus como en tantas otras cosas. El 27 de mayo, de repente, el linchamiento lento y despiadado de George Floyd, arrestado presuntamente por tratar de comprar cigarrillos en una tienda con un billete falso de 20 dólares, cambió la narrativa y nos puso una vez más frente al horror de la más antigua de sus pestes: la del racismo rampante que corre líquido por las venas de esta nación desde sus orígenes coloniales.
Una adolescente grabó los 8 minutos y 46 segundos en que el oficial de policía Dereck Chauvin aplastaba con una de sus rodillas el cuello de Floyd mientras miraba impávido al celular que grababa su crimen. Su actitud prepotente resume los siglos de esclavitud, opresión, encarcelamiento masivo y asesinato impune a que los gobiernos y la in-justicia norteamericana han sometido a la población negra (y a los latinos, a los indígenas, a otras minorías y a numerosos países del mundo).
Lo que no se esperaba el policía Chauvin, ni los otros dos policías que también aplastaban el cuerpo de Floyd contra el asfalto, era la repercusión que iba a tener su crimen. Tampoco lo imaginaba Tou Thao, el cuarto policía que de pie, se mantenía vigilante para que nadie de los que presenciaban el linchamiento se acercara. Floyd murió poco después de que una ambulancia se lo llevara agonizante. A unas cuantas horas de su muerte se produjo un estallido social en todo el país. De repente decenas de miles de personas de todas las etnicidades y condiciones en numerosos estados del país —y de manera especial los jóvenes— se olvidaron del coronavirus, del confinamiento, del riesgo inminente del contagio, y se lanzaron a las calles en un movimiento espontáneo de rabia, dolor y solidaridad con la familia de Floyd y con la población negra en general.
Las manifestaciones han seguido creciendo en los cinco días que han transcurrido desde el asesinato, tomando el curso de un levantamiento social que no se veía en el país desde hace décadas. El hartazgo social es mucho mayor ahora, porque vivimos bajo la pandemia de un presidente racista y autócrata que es la expresión brutal y sin matices del desprecio y opresión contra indefensas y vulnerables minorías. En pleno tiempo de una pandemia mortal (uno de cuyos síntomas es que los contagiados no pueden respirar), la gente ha mostrado al lanzarse a las calles a reclamar un cambio radical, que el virus más peligroso que enfrenta es el supremacismo blanco que todo lo asfixia.