Para los angelinos el fin de semana es una ocasión de juntar esa jornada de descanso con el fin de semana. Y de comenzar a despedirse del verano; los niños, de sus últimas vacaciones, las del Día del Trabajo.
Eso hacemos, recorriendo algunos de los lugares que le dan identidad al Gran Los Ángeles. Buscamos entonces aquellos sitios en que la gente se congrega y busca la compañía del prójimo.
Ahi nomás, a la entrada de Venice Beach, un grupo nos recuerda que se acerca el 18 aniversario de los ataques terroristas del 11 de septiembre. Son simpatizantes de las teorías conspirativas de la historia. Los ataques no fueron tales, dicen, sino otra cosa. Como ya no los toman en serio vienen aquí, a Venice, donde esta semana presenciamos el verdadero circo de Los Ángeles: el humano. Aburridos, distribuyen literatura sobre la conjura. Seguimos caminando.
[bctt tweet=»Venice Beach, un hombre viejo e increíblemente greñudo toca con manos de carpintero un piano destartalado y pide monedas. Aquí está en la foto (Gabriel Lerner)» username=»hispanicla»]
Alguien nos invita a ver una tortuga de dos cabezas. Un hombre viejo e increíblemente greñudo toca con manos de carpintero un piano destartalado y pide monedas. Aquí está en la foto. Es el mismo que vi hace casi diez años, en el mismo lugar, con el mismo piano.
En Muscle Beach las chicas se apretujan contra una cerca para ver a unos hombres de taparrabo y músculos desmedidos que del otro lado exhiben ejercicios corporales. Ellas ríen. Luego, un concurso de habilidad: cinco jóvenes comen salchichas a toda velocidad, se atragantan y enrojecen hasta que el organizador se apiada de ellos y nombra un ganador.
Me detienen en el camino: «you must be a jew!». Son los Judíos por Cristo que buscan candidatos para la conversión de judíos como yo. Claro que sí, digo, y tú también. Más abajo, una mujer muy seria ofrece consejería espiritual. Sus tres sillas han estado vacías desde la mañana y ella lee un libro. ¿Qué será? Quizás una guía para analizar la escritura, algo que a juzgar por su vecino el analista, enfrascado en charla con el cliente, parece más lucrativo.
Nos ofrecen discos gratis, después quieren cobrarlos. También los he visto por veinte años. Los discos, ¿cambiaron? La actitud es la misma: nos enchufan discos, o sobres que parecen contener discos, en la mano. Luego viene el regateo.
Unas veinte personas portan carteles que llaman a la salvación vía el arrepentimiento ofrecido por la Biblia. Visten ropas claras, abotonadas hasta el cogote, lentes del siglo XIX.
El día se hace caluroso y sediento. Llegan miles. Hasta el año pasado estaban bien protegidos: había al menos cuatro doctores en otras tantas tienditas, para recetar marijuana medicinal. «The doctor is in!», gritan. En una visita anterior me mostaban una lista interminable de males, culminando con dolores de cabeza. Si los sufre, venga. Venden todavía pipas de vidrio, que en mi país llaman narguila y aquí hookah. No, gracias. Pero ahora la marijuana se vende en todas partes. Hay dos comercios, cercanos uno al otro, a pasos de mi casa nueva en Lake Balboa.
No muy lejos, en Hermosa Beach, una doble fila de tiendas lleva a los miles de la calle Pier al océano. Hay unos 300 exponentes, entre artesanos, pintores, fotógrafos, cerámicos, joyeros, escultores y músicos. Aquí y allí, comida india, tailandesa, griega, mexicana… La calle es joven y el día bonito.
El día anterior, domingo, los encontramos en la calle Olvera, recorriendo una y otra vez la cuadra de puestos, restaurantes y música de mariachis. Otra vez, somos miles.
Pero el domingo entramos a la iglesia de la Placita. Estaba casi llena. Se respiraba un ambiente de alivio que contrasta con el bullicio y la algarabía de afuera. Nos quedamos hasta el comienzo de la misa.
Esto es Los Ángeles, donde todavía hay diversión gratuita, la gente sale a encontrarse con sus semejantes. Los Ángeles, siempre separada por culturas y unida por la perspectiva de mezclarse, en un día soleado, y olvidar las tribulaciones.