La princesa Asisa Molahuddin, casada a los 16 con un Sheik de la dinastía suni visita a su hermano en Nueva York. La turista se baja de la limo en Lexington, cubierta la cabeza con un ajab que le deja mostrar sólo los ojos.
Tras vitrinear un poco, Asisa entra a Tiffany’s donde compra diez mil dólares en pulseras y collares de plata con diamantes y rubíes. Acto seguido se los coloca como taloneras y para mostrar lujo a través de la única ranura visible de su cuerpo. Paga con la tarjeta de su marido, el príncipe Salim Molahuddin de la dinastía de un emirato X para lo cual escoge la ayuda una dependienta dominicana, Ana Patiño.
La dependienta, que porta en su amplio escote varios colgantes que compra Molahuddin. Patiño que se ha encalillado en los atuendos por tarjeta de crédito, siente pena por la princesa. Hiede a 100 Farenheit; la húmeda urbe sencillamente ahoga. Asisa lleva un pesado atuendo oscuro. Cuando Patiño le acomoda las pulseras y las ristras de plata que Asisa solo puede colocarse como taloneras, Asisa Molahuddin siente pena por Patiño. Pobrecita— piensa. Seguro que los colgandijos de la dependienta son falsos.
Patiño mira a Asisa, le adivina las uñas de los pies con manicure francés fondeadas dentro de los zapatos de cuero italiano. Se mira los dedos de sus pies pintados a mano por ella misma, imperfectos y libres. Desabrocha las pulserasconvertidas en taloneras y las mete en las cajitas.
La mira con compasión mientras inserta en las bolsas que Molahuddin porta. Asisa sale orgullosa y compasiva por Patiño quien a su vez la mira con un poco de pena. La cubre un Ajab lujoso como tela de gusano, pero pesado como frazada de invierno. Patiño la ve perderse en el caudal humano de la Quinta Avenida. La espera una limo estacionada que la lleva al hotel Waldorf Astoria. Suerte la mía —
Patiño piensa— suerte la de ella. Se toca las pulseras de 10 mil dólares que tardará 20 años en pagar con su tarjeta Visa, en completa libertad de escote.